Carta de Miguel Bakunin a Anselmo Lorenzo



Estimado ciudadano:

Algunos amigos de Barcelona acaban de comunicarme, sólo ahora, que, preguntado por ellos sobre mi persona, a su regreso de Londres, usted les habría respondido con esas palabras:

”Si Utin* dijo la verdad en Londres, Bakounine es un miserable. Si no es la verdad, Utin sólo es un vil calumniador."

Seis meses transcurrieron, aproximadamente, desde que usted planteó ese dilema. Y si los amigos de Barcelona no se hubieran decidido al final avisarme hoy yo ignoraría aún que el señor Utin se divirtió en calumniarme de modo infame en Londres lo que por lo demás de parte suya no me sorprende, puesto que cada hombre hace por naturaleza lo que su propia índole le manda. Ahora sé por lo menos que me calumnió, pero desconozco el tenor de sus calumnias. En efecto usted debe saber, ciudadano, que mis compañeros y amigos, los herejes de la Federación Jurasiana, que la ortodoxia oficial e inquisitorial del Consejo General de Londres acordó castigar con la excomunicación mayor, colocándoles con arbitrariedad fuera de la Internacional, y yo que, desde hace tres años, vivo casi aislado en Locarno, no sabemos casi nada de lo que pasó, se dijo y fue resuelto ya sea en las sesiones oficiales, ya sea entre bastidores y en los conciliábulos más íntimos de aquella famosa Conferencia de Londres que, lo temo mucho, no fue más que un golpe de estado montado por gentes hábiles, para establecer en la Internacional la dominación de una pandilla excesivamente intrigante y ambiciosa y autoritaria hasta el supremo grado.

Vuelvo a mis calumniadores. Hablo de ellos en plural, porque usted no debe imaginar que ese mezquino judío ruso que se llama el señor Utin sea el principal y el único. Lo que dice y lo que hace no puede tener importancia sino porque es el instrumento del gran jefe de la sinagoga, el ciudadano Marx. Le dije a usted que ninguna mentira, ninguna calumnia, ninguna infamia procedente de Utin podrían sorprenderme; atormentado por una ambición y por una vanidad que sólo se igualan a su nulidad; la boca siempre llena de palabras pomposas, que aprendió al dedillo, y que va repitiendo como un papagayo, con la voz sonora, los ademanes patéticos, pero con el corazón absolutamente vacío de todo otro objeto que sí mismo, y con la cabeza incapaz de concebir y desarrollar una idea; superficial sin vergüenza, descarado mentiroso; cobarde y poltrón cuando no se siente sostenido, pero con una arrogancia fabulosa, del todo judía, cuando hay una masa muscular detrás suyo; versátil y muy falso, inclinando el lomo ante quien le parece influente y brillante, lisonjeando al proletariado con las burdas manifestaciones de una humildad y un respeto hipócritas, cambiando al fin los principios como otros cambian de ropa, según las exigencias del medio y del momento, ese diminuto miserable no tiene otra fuerza que su rematada altivez, su consciencia sin vergüenza, su incontestable talento para la intriga y una docena de mil libras de renta que le colocan muy bien dentro del partido de la reacción hoy dominante en la Internacional de Ginebra. Nuestro amigo, Pellicer Farga de Barcelona, le podrá dar una idea perfectamente justa del partido de que le hablo, por haberlo visto proceder tanto en Ginebra como en el Congreso de Basilea. Ese partido, del que el señor Henry Perret que usted debió de encontrar en Londres es un muy digno representante y que se compone de la flor y nata de los ciudadanos-obreros de la relojería, se ha vuelto hoy muy poderoso en la Internacional de Ginebra, gracias al doble apoyo de los burgueses radicales para quienes acepta servir de instrumento y estribo, de un lado, y del Consejo General de Londres dirigido por la pandilla marxiana, del otro. 

Aprovechándose de esa alta protección, transformó no al pueblo, sino la organización de la Federación Romanda, dado que está representada por sus comités y su periódico oficial, L'Egalité, en una muy sucia intriga reaccionaria, y el señor Utin se encuentra naturalmente en su lugar.

Para acabar con él, añadiré que habiéndole hallado por vez primera en 1863 en Londres, y apreciado a su justo valor, siempre lo mantuve alejado de mi intimidad lo que valió por supuesto de parte suya un odio atroz. Ese odio lo había incubado silenciosamente en su pecho mientras no había encontrado un apoyo formidable en el odio mucho más serio que me dedica el ciudadano Marx. Sé de fuente segura, y podré probárselo de ser necesario, que Marx no sólo acogió favorablemente, sino que provocó las calumnias de Utin. Ya en 1870, cuando en nombre del Consejo General, Marx remitía a todos los Consejos o Comités regionales de la Internacional, una circular confidencial, redactada en alemán y en francés al mismo tiempo y llena, al parecer, de invectivas injuriosas y calumnias contra mí. Es un hecho de que sólo tuve conocimiento hace unas semanas, gracias al último proceso de Liebknecht. En los primeros meses de 1870, Marx escribía ya a Utin, encomendándole que reuniera cuantos documentos pudieran servir de base a una acusación contra mí ante el próximo Congreso. ¡Usted puede imaginar cómo Utin se las ingenió para hallar e inventar algo! Y a fuerza de falsedades consiguieron, dicen, fraguar todo un sistema de calumnias que, por ridículas que son, no dejan de ser odiosas calumnias en las cuales ellos mismos tan poco confían, que nunca se atrevieron a publicarlas, conformándose, ¡digna gente es esa!, con propagarle confidencialmente por medio de sus circulares, sus agentes y sus cartas, a espaldas mías. Ahora bien cómo forzarles a osar introducir cuestiones de personas en los debates de la Internacional y di una gran prueba de esta repugnancia, puesto que, a pesar de todos los ataques de mis enemigos, he guardado el silencio durante casi tres años, estaré en la obligación de hacerlo dentro de poco. 

En esta carta, que considero como el inicio de una lucha que deploro, pero que no puedo ya evitar, me conformaré con indicarle a usted las dos principales causas. Mis amigos y yo, cometimos dos grandes crímenes: uno personal, y otro relativo a los principios. Pese a rendir completa justicia a la inteligencia, la ciencia del ciudadano Marx, así como a los servicios que prestó a la causa del proletariado, nunca quisimos inclinar nuestras cabezas ante él, ni reconocerle como nuestro jefe, por tener todos la idolatría en horror, y una aversión profunda, instintiva y reflexiva al mismo tiempo, por cuanto se denomine autoridad, gobierno, tutela, individualidades dominantes o jefes. Este es nuestro crimen personal. Es una rebelión contra quien, en su pío entusiasmo, el señor Liebknecht, uno de los rabinos subalternos de la sinagoga, llama "su preceptor".

Nuestro crimen relativo a los principios no es menos grave. Nos atrevimos a oponernos a la teoría de Marx, teoría esencialmente pangermánica y autoritaria, de la emancipación económica del proletariado y de la organización de la igualdad y de la justicia por el Estado, el principio latino eslavo, anárquico y rebelde de la abolición de todos los Estados. En consecuencia de ese principio, combatimos las tendencias, hoy demasiado ostensibles de la pandilla marxiana, al establecimiento de una disciplina jerárquica, de un gobierno y de una dictadura enmascarada en la misma Internacional, en provecho de un consejo general cualquiera. 

Tanto como los belgas, antes de ellos, el Congreso de la Federación Internacional del Jura proclamó, conforme a los estatutos generales primitivos, los únicos obligatorios para todas las secciones de la Internacional, que el Consejo General, por no ser y no tener que ser revestido de poder gubernamental alguno, es únicamente una Oficina Central de Estadística y Correspondencia, al mismo tiempo una suerte de bandera simbólica de la unión fraternal que debe existir entre los proletarios de todos los países.

* Nicolái Utin (1845-1883), fue un político socialista marxista ruso, participante de la Primera Internacional.

Hijo de un rico comerciante de licores ruso-judío, tuvo que refugiarse en Suiza a causa de sus ideas políticas. En 1863 colaboraba con la causa revolucionaria polaca. En el exilio suizo fue partidario de las ideas de Karl Marx, y delegado de la sección rusa en el exilio de la Primera Internacional en Ginebra, en 1870. 

Utin se enfrentó durante las discusiones de esta organización con Mijaíl Bakunin, actuando como informante de Marx. Una vez disuelta la Primera Internacional, retornó a Rusia perdonado por el zar, haciendo una fortuna como especulador durante la guerra.

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