El Congreso de la CNT (1936). Juan Pablo Calero


J.P. Calero
La historia de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) es un fiel reflejo de la convulsa España de su tiempo. Constituida en 1910, fue ilegalizada al año siguiente con motivo de una convocatoria de huelga general en un clima de violento conflicto social. No recuperó su normalidad orgánica hasta 1914, para ser de nuevo puesta fuera de la ley a causa de la huelga general del verano de 1917, convocada en esta ocasión junto con la Unión General de Trabajadores (UGT). 

Autorizada de nuevo, desde 1918 fue sin embargo ferozmente perseguida en Cataluña, eje vertebrador del anarcosindicalismo hispano, por el pistolerismo patronal y la ley de fugas policial, un acoso sangriento que no terminó hasta que el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera ilegalizó, ¡otra vez!, a la CNT en septiembre de 1932.


Retornó a la luz pública en vísperas de la proclamación de la Segunda República, tras las elecciones del 12 de abril de 1931, pero fue temporalmente suspendida su actividad en 1933, por las algaradas revolucionarias de Andalucía y Aragón, y de nuevo en 1934, como consecuencia de la Revolución de Octubre en Asturias. De nuevo libre y activa a partir de febrero de 1936, el estallido de la Guerra Civil el verano de ese mismo año la condenó a muerte en el territorio controlado por los militares rebeldes, que fueron reduciendo el espacio vital del anarcosindicalismo. Hasta 1977 no pudo dejar oír libremente su voz en España, si bien desde entonces siguió contando con el acoso de los poderes políticos y económicos.

Contrasta esta azarosa trayectoria con la de la otra central obrera, la UGT, que desde su fundación en el año 1888 sólo fue puesta fuera de la ley, y muy brevemente, en 1917 y en 1934, antes de que la larga noche de piedra del franquismo cayera sobre todos los españoles. Este agudo contraste nos puede hacer suponer que la UGT sería la organización sindical mayoritaria entre el proletariado, pues su vida orgánica y su presencia pública, constante y sin sobresaltos, atraerían con más fuerza a los trabajadores que una CNT que pasaba continuamente de la barricada a la cárcel.

El Comité Nacional de la CNT convocó un congreso que se celebraría en Zaragoza en los primeros días del mes de mayo; todos los cenetistas eran conscientes de su importancia y de los retos a los que se enfrentaban. Quizás por eso mismo, las actas del Congreso de 1936 ya fueron publicadas, pero nunca se había hecho un estudio de los sindicatos y federaciones locales que asistieron al comicio, una información que fue publicada en Solidaridad Obrera de Barcelona durante los días del congreso y que resulta imprescindible para conocer la realidad del anarcosindicalismo en vísperas de la revolución social.


El primer dato sorprendente que se deduce del censo de afiliados que asistieron al Congreso confederal de 1936 es que no sólo la mayoría de esos campesinos insurrecionalistas no estaban sometidos a la orientación libertaria, sino que, por el contrario, la mayoría de los anarcosindicalistas trabajaban en la industria y los servicios; el primer prejuicio que debemos desterrar es ese carácter campesino de la CNT. La central anarcosindicalista se nutría, en su inmensa mayoría, con trabajadores del ámbito urbano. Incluso en la Regional Andaluza, que reunía a las ocho provincias andaluzas con la de Badajoz y los afiliados de Ceuta, Melilla y el Protectorado de Marruecos, de los 155.720 cenetistas presentes en el comicio de Zaragoza casi la mitad, 74.401 exactamente, pertenecían a las federaciones de las capitales y de los grandes núcleos urbanos, como Jerez de la Frontera, Algeciras, Linares y Mérida.

En cualquier caso, basta un repaso somero a las cifras de sindicatos adheridos para darse cuenta que la CNT estaba implantada más allá de la Barcelona industrial y la Andalucía jornalera. Cataluña y Andalucía sumaban 292.421 de los 485.515 afiliados, es decir, un 60 por ciento del total de afiliados directamente representados en el comicio. Pero es fácil comprobar que la zona costera de Galicia, con más de 20.000 militantes, la comarca de Gijón, con unos 15.000 cotizantes, la provincia de Valencia, con otros 20.000 afiliados, y en general todo el Levante español, eran zonas de amplia mayoría anarcosindicalista. Otros focos con menor radio de acción se encontraban en la costa de Guipúzcoa, con casi dos millares de adheridos, la isla de Tenerife, con 10.000 sindicalistas, y las ciudades de Ceuta y Melilla, que extendían su influencia en el Protectorado de Marruecos como lo muestra el Grupo Sindical de Tánger, en las que la CNT era la fuerza hegemónica.


Con una crisis social y económica tan grave como la que vivían los trabajadores españoles del campo y la ciudad en esos años, cegadas las vías de solución política por la incapacidad de los dirigentes republicanos de uno y otro signo de asumir riesgos, y hartos de esperar que la República diese satisfacción a sus eternas demandas, las clases populares apostaban cada día más por la vía revolucionaria. Y para profundizar en esa opción la CNT, recién salida de la clandestinidad, convocó un Congreso en la ciudad de Zaragoza, sede provisional del Comité Nacional, para el 1 de mayo de 1936.

La historiografía más académica ha confundido interesadamente la propuesta revolucionaria de la CNT con el insurrecionalismo violento que salpicó la accidentada biografía de la Segunda República y que aún se presenta por muchos historiadores como un fenómeno ajeno al movimiento sindical del que se responsabiliza a los cenetistas, acusados de impulsar las algaradas y levantamientos obreros y campesinos para practicar una “gimnasia revolucionaria”. Se llega a decir que la opción revolucionaria desarrollada por los faístas en el seno de la CNT cortocircuitó la estrategia de moderación sindical de los trentistas y torpedeó las reformas laborales puestas en marcha desde el gobierno por Francisco Largo Caballero, con el apoyo de la UGT de la que el estuquista madrileño era líder indiscutible desde la muerte de Pablo Iglesias.


Así pues, se carga en el debe de la CNT el fracaso de la Segunda República, que se vio privada del apoyo de los trabajadores que optaron por la vía revolucionaria, a causa de la perniciosa infiltración ácrata, y de la burguesía que se mostraba inquieta y temerosa por las constantes alteraciones del orden público. Pero parece olvidarse que aquellos sindicatos confederales que disintieron de la línea marcada por la amplia mayoría de los cenetistas se desfederaron muy pronto de la CNT y mantuvieron libremente su propia actividad sindical; no puede reprocharse a los anarcosindicalistas que los trabajadores no apoyasen a los llamados Sindicatos de Oposición y se mantuviesen fieles a la Confederación anarcosindicalista.

Sorprende, en primer lugar, que el Sindicato con más afiliados de los que asistieron al comicio de Zaragoza fuese el de la Construcción de Madrid, que tenía casi 17.000 afiliados antes de la huelga de ese verano, que aumentó extraordinariamente su influencia. Es muy significativo que los anarcosindicalistas hubiesen superado al sindicato socialista madrileño, al que pertenecía el propio Francisco Largo Caballero. Los datos de 1936 demuestran que la CNT estaba implantándose con fuerza creciente en la capital de la República; el tradicional mapa sindical se estaba rompiendo en beneficio de los anarquistas.


Pero Madrid no era una isla en la Meseta. En otras localidades de ambas Castillas la CNT se había convertido en la primera fuerza sindical; así ocurría en ciudades populosas como Cuenca, Soria, Puertollano o Aranda de Duero y en pueblos de tamaño medio como Membrilla, Brihuega, Béjar o Arcos de Jalón. O bien representaba una fuerza que había que tener necesariamente en cuenta, como sucedía en Valladolid y Salamanca. En mayo de 1936 la CNT estaba venciendo su dificultad para organizarse en la Meseta Central y agrupaba a un número creciente de trabajadores.

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