EL TERROR DE QUEIPO DE LLANO
Tras el triunfo de la sublevación militar en el norte de África, el 17 de julio de 1936, el general Franco se había puesto al mando del ejército colonial sublevado, pero con las miras puestas en Sevilla y, sobre todo, en Cádiz, plaza esencial para poder desembarcar a sus tropas en la península. En la madrugada del 18 de julio de 1936, el gobernador militar de Cádiz se levantó en favor de los sublevados e impuso el estado de guerra en toda la provincia, contando con el entusiasta apoyo de los terratenientes, que podían recuperar las fincas que habían sido colectivizadas, de los falangistas y de los regulares marroquíes recién llegados en barco al puerto de la ciudad. Cádiz no opuso resistencia a los franquistas, o, si la opuso, fue débil y fácilmente superable. E igualmente pasó en las principales ciudades de la provincia: San Fernando (donde fue liberado el coronel Varela, preso tras el golpe militar fallido de 1932), Jerez de la Frontera, San Roque, Algeciras, La Línea, Puerto Real, Puerto de Santamaría, Rota, Tarifa, etc.
Quedaban aún en manos de los republicanos numerosos pueblos pequeños, próximos a la sierra o en plena sierra del nordeste de Cádiz, fronteriza a la Serranía de Ronda (Málaga). Simultáneamente, Queipo de Llano se había levantado en Sevilla, aunque tenía serias dificultades para apoderarse de toda la ciudad por la dura resistencia que encontró en zonas y barrios obreros. Tuvo que esperar refuerzos que Franco le envió desde el norte de África para arrasar las unidades legionarias toda resistencia obrera, con la consiguiente matanza de todo aquel que hubiera portado un arma. La anarquista Carmen Luna salió, junto con otras muchas personas, en manifestación contra el golpe militar, enarbolando una bandera republicana.
Cuando la resistencia acabó en la capital, esta mujer fue detenida e ingresada en prisión: le raparon la mitad de la cabeza, colgándole de la otra mitad banderitas rojas y gualdas. La exhibieron por la calle montada en un caballo, acabando por ser fusilada y enterrada en una fosa común. Al mismo tiempo, Queipo tomaba pueblos tan importantes como Dos Hermanas y Alcalá de Guadaira, con lo que dejaba expedita la carretera de Sevilla a Cádiz. El 22 de julio, los sublevados tomaron el pueblo de Carmona, lo que mejoró mucho la comunicación entre Sevilla y Córdoba, capital que también había caído en manos de los militares sublevados.
Écija fue controlada por el movimiento militar el mismo día 19 de julio de 1936. Tenía un considerable valor estratégico, pues estaba en la carretera de Madrid, ya muy próxima a la provincia de Córdoba. Pese a la nula resistencia republicana encontrada, los sublevados comenzaron rápidamente con la «limpieza» de la ciudad, fusilando por «orden del bando militar» a los republicanos más significados o sospechosos de serlo, con las detenciones que no cesaban, con los encarcelamientos en cárceles improvisadas, las «sacas», los «paseos», etc. Las calles ecijanas se convirtieron en depósitos de cadáveres empapados de sangre. Para escarnio público, un amplio grupo de mujeres fueron expuestas en las puertas del convento de Santa Inés, rapadas y con un escapulario sobre sus bocas. Pastora Soto Valderrama fue fusilada en su propia casa. Delante de sus nietos y con la cabeza pelada: su delito fue el de haber bordado una bandera republicana. Según se ha contabilizado a la baja, hubo más de 500 muertes violentas en las primeras semanas subsiguientes al golpe militar. Había prisa por limpiar Écija, una ciudad estratégica por su excelente posición en la comunicación entre Córdoba y Sevilla.
Utrera, otra importante ciudad de la provincia, situada al sur de la capital, también había caído desde el principio, siendo utilizada para lanzar expediciones o razias, para perseguir, castigar y en su caso tomar todos los pueblos de su comarca que seguían siendo republicanos. Atemorizados por las amenazas que Queipo de Llano lanzaba desde Radio Sevilla, a menudo los responsables republicanos o los milicianos más significados huían de los pueblos próximos, mientras que las mujeres y los niños esperaban ansiosamente la entrada de los «nacionales». Se diría, incluso, que éstos trataron con mayor saña a las mujeres, considerando que las rojas o las mujeres de los rojos habían traicionado su ser esencial, al tiempo que los rojos actuaban mal pero como hombres, como lo que eran esencialmente. La represión o limpieza la hacían los guardias civiles, los falangistas y otros grupos paramilitares, siendo cuantitativamente superior en los varones.
Pero las mujeres sufrieron muchas más humillaciones y vejaciones. Los sucesos ocurridos en Fuentes de Andalucía, una pequeña población del este de Sevilla, indican hasta qué punto los sublevados consideraban legítimos los abusos sexuales contra las mujeres. La población se rindió sin resistencia el 19 de julio a los guardias civiles de Écija y de otras ciudades cercanas. Con la ayuda de falangistas y de los propietarios del pueblo, se constituyó una Guardia Cívica para controlar a los izquierdistas. Se saquearon las viviendas y los bienes de los detenidos, y el 24 de julio comenzó la matanza. Controlaron a los hombres dentro del pueblo, y a varias mujeres las trasladaron a una finca de las afueras.
Entre ellas había varias muchachas de entre catorce y dieciocho años de edad. Les obligaron a hacerles la comida, antes de violarlas y fusilarlas, arrojando sus cadáveres a una fosa común. A su regreso al pueblo, la Guardia Civil desfiló por las calles con los fusiles decorados con la ropa interior de las mujeres asesinadas.
Marchena, una ciudad grande, de 20 000 habitantes, y situada en la campiña de Sevilla, estuvo ocupada por los «nacionales» desde el 20 de julio de 1936, pero la represión no comenzó hasta diez días después: las fuerzas represivas necesitaban también reorganizarse para estos menesteres. Rosario Pliego García, La Próspera, era la mujer de un destacado sindicalista, y ella misma fue una activa defensora de la resistencia antifranquista: acusada de ir con una escopeta al hombro junto a su esposo y de «estar en la calle y alentar a los hombres a la lucha», fue detenida, «paseada» por los falangistas, procesada y condenada a reclusión perpetua, aunque siete años más tarde pudo salir en libertad provisional. Como en casi todos los pueblos sevillanos ocupados por los militares sublevados, se hizo desfilar a innumerables mujeres peladas al cero y purgadas con aceite de ricino. Les dieron banderas republicanas o de los partidos republicanos para que se limpiasen con ellas y de ese modo les «sirviesen de verdad». Casi todas las muchachas calificadas o tomadas por republicanas fueron sistemáticamente humilladas sin cesar. Isabel Soler y María Jesús Rodríguez pudieron escapar de la primera oleada represiva, después de haber perdido a sus maridos, sus hogares y sus pertenencias. Se refugiaron en Sevilla, creyendo que allí pasarían desapercibidas, pero no tardaron en ser localizadas, detenidas y devueltas a Marchena, donde fueron vejadas, peladas al cero y paseadas por las calles cercanas a sus antiguos hogares, que les habían sido requisados, para ser finalmente asesinadas. Aquel control represivo resultó para la mayoría de las mujeres que lo sufrieron una experiencia insoportable que, además, debieron olvidar y permanecer siempre calladas. Antonia Moreno, que ya había vivido la experiencia del desfile callejero con la cabeza rapada, no pudo soportar el saber que de nuevo iba a ser detenida: optó por tirarse a un pozo.
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