No podemos menos de sonreír al escuchar con qué cándida ternura muchas mujeres pronuncian la palabra democracia. Se diría al oírlas que en esta palabra está contenido todo el sentido de la vida, que es el límite de las cosas, el término de todas las posibilidades. No intentaremos negar que la democracia ha tenido su hora y ha representado su papel en la historia del progreso humano; pero no podremos aceptar tampoco, como muchos pretenden, que sea una forma definitiva de estructura política, ni aún que no esté ya agotada y, como todo lo muerto, se convierta en un lastre que dificulte el avance que ella misma impulsó.
El nacimiento de la democracia fue ese rebrotar de impulsos generosos, esa revalorización del sentido humano, que periódicamente se repite a través de la Historia cuando las estructuras políticas de los pueblos se anquilosan por un exceso de mecanicismo. Pero la democracia, como todos los sistemas políticos, ha debido recorrer un proceso, describir una parábola —he aquí la imagen exacta— y agotado su impulso, empeñada en mecanizar a su vez las manifestaciones espontáneas de los pueblos, se convierte, por último, en ese obstáculo de que hemos hablado, y que le es preciso a la Humanidad salvar si quiere salvarse. Y nadie puede decirnos que la democracia no haya superado ya la etapa evolutiva y comience su vertiginoso descenso, en el que siempre está contenido un sentido de regresión. Así vemos cómo cada día tropieza con nuevos problemas —la guerra, el maquinismo y su consecuencia el paro obrero, el intercambio, etc.— insolubles dentro del área de sus limitaciones políticas.
Es que la democracia, que se ha titulado a sí misma régimen de libertad, se ha olvidado de asegurarse la libertad propia, dejando en pie lo más sustancial de los antiguos regímenes: el privilegio. Ya solo por esto la acusamos de falsedad. En cualquier diccionario hallaremos que «democracia» quiere decir gobierno del pueblo, y la democracia no es, ni con mucho, el gobierno del pueblo, sino el gobierno de una clase. Recientemente — incapaz de llevar por más tiempo el peso de su mentira, ante la violencia con que vienen empujando las clases desheredadas— se ha adjetivado a sí misma y se ha llamado «democracia burguesa».
Es mejor; ya la tenemos desnuda, tal cual es, y entonces nos explicamos perfectamente su incapacidad para resolver determinados problemas, y entonces, también, su nueva modalidad: la regresión. Seguir avanzando significaría poner en peligro los intereses que representa, los del privilegio, y recoge bridas. En un instante no le importa contradecir su obra de un siglo; y así hemos visto cómo en Alemania, en Italia y en otros países, para contener el avance de los pueblos, que la rebasaban, se ha echado en brazos de la reacción. El fascismo alemán ha nacido de la democracia; el fascismo italiano ha nacido de la democracia; el fascismo austríaco ha nacido —pese a su gesta postrera— de la democracia. Ella abrió las puertas del mundo a los «descamisados»; pero cuando los «descamisados» han adquirido conciencia y pretenden establecerse en el mundo, cierra las puertas de golpe, estrepitosamente, y entrega las llaves al fascio, si no se convierte en fascio ella misma de la noche a la mañana.
No le ha importado reducir a cenizas sus famosos derechos del hombre —del hombre, entiéndase bien, que los de la mujer aún no se han promulgado— , y el de asociación, el de huelga, el de libre emisión del pensamiento se han convertido en uno solo: el del pataleo; y esto a solas, donde el vecino, si es amante de la democracia, no se aperciba. En esos tres derechos citados estaba contenido lo más sustancial de la democracia, si no la democracia toda; y ¿qué queda de ellos? En España, para no correr más, la Ley de 8 de abril, la de Orden público y la censura de Prensa.
Digámoslo otra vez. Todo régimen político, como toda manifestación humana, obedece a unas leyes biológicas, las mismas que regulan la vida de los seres organizados: nacimiento, desarrollo y muerte. La democracia, como todo ser vivo, llevaba en sí el germen de su propia destrucción: el principio de libertad: ella despertó en las multitudes oprimidas el ansia de liberación y les mostró el camino; lo que no puede hacer es detenerlas en medio de la ruta: las multitudes pasarán sobre sus despojos. El principio de libertad la ha estrangulado. La democracia ha muerto. Se ha cumplido la ley. Sobre su tumba, un epitafio: MENTIRA.
¿Lo habrán comprendido así, al fin, las mujeres de Unión Republicana Femenina? A lo menos, ya han comenzado a exteriorizar su decepción en ese reciente manifiesto en que se duelen del desvío de la República hacia su causa; del desdén de los gobernantes y los legisladores por su actuación, que tuvo una expresiva eficacia en las urnas electorales para los mismos que hoy las olvidan.
He aquí las seis peticiones, todas interesantes, sin duda alguna, que comprende el manifiesto de las mujeres republicanas:
PACIFISMO. IGUALDAD DE DERECHOS. DERECHOS DEL NIÑO Y DE LA MADRE. INVESTIGACION DE LA PATERNIDAD. PROHIBICION DE LA EXPLOTACION INFANTIL. EFECTIVIDAD DE LA PROTECCION A LA INFANCIA Y A LA MATERNIDAD. SANIDAD MATERIAL Y MORAL (certificado prematrimonial y abolición de la trata de mujeres) APORTACION FEMENINA AL MUNICIPIO E INICIATIVA POPULAR.
No negamos el interés de estas peticiones, de ninguna manera; pero tenemos la seguridad de que la lucha por esas reivindicaciones consumirá sin eficacia un verdadero caudal de energías femeninas. Algún día hemos dicho en otra parte que la misión de la mujer no es pedir leyes, sino romper todos los decálogos. Crear una vida nueva y libre. Hacia arriba siempre. Nuestro puesto, como oprimidas, al lado de los oprimidos, y lo que podamos tomar o crear por nosotras mismas, no esperarlo como merced de nadie.
Lucía Sánchez Saornil
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