Eliseo Reclus. Las Leyes se van




La gran revolución de nuestra época consiste en que las leyes han perdido su imperio. Si se habla de la majestad de la ley, como si fuese una diosa descendida de un mundo superior, la gente lo escucha incrédula porque sabe ya que la ley es de origen humano, como la religión, y que, como ésta, ha pasado por transformaciones análogas. Se tiene por averiguado que los siglos que fueron han legado al presente tanto sus leyes como sus supersticiones, y esa vieja herencia, celta, íbera, judía o romana, franca, sueva ó visigoda, no es para nosotros más que un resumen de todas las opresiones antiguas. 


Así como comparando las religiones se ha demostrado que procedían todas de un mismo origen quimérico, la legislación comparada nos ha convencido de que las leyes, confeccionadas por los fuertes contra los débiles, han sido siempre una agravación de la injusticia. ¿No es un capricho, no es una maldad, no es una infamia que hayan sido erigidas en artículos de ley las injusticias que nos rodean? En todas las revoluciones son siempre los amos y los sacerdotes los que han resistido a las rebeldías de la equidad. 


Actualmente es tan grande la diferencia entre las leyes y las concepciones modernas de la justicia, que los jueces mismos, investidos de la magistratura y encargados de pronunciar veredictos de culpabilidad o de inocencia contra un reo, se ven obligados no pocas veces a ponerse en contradicción con la ley para obedecer a su sentimiento de equidad. 


Los jueces, para salvar una cabeza que la justicia histórica reclama, niegan tranquilamente un acto que están seguros de haberse cometido. Que el juez se dé cuenta de ello o que obedezca simplemente a su conciencia, no significa que sea menos verdad el que las leyes resultan por sí mismas embarazosas y son una traba a todo lo noble y espontáneo: en cada hecho apela, no a una jurisprudencia exterior, sino a su propia conciencia; las leyes, como los dogmas, al pasar por el tamiz de la crítica, han perdido su carácter augusto. No vivimos ya en aquellos tiempos en que aparecían a la cumbre de una montaña entre el zig-zag de los relámpagos y el ruido de los truenos ante un pueblo prosternado: el Código, como la Biblia no es más que un libro sin autoridad, del que cada siglo y cada hombre ha desgarrado algunas páginas.                                                                     

Elíseo Reclus.


(*) Texto publicado en el Almanaque de La Revista Blanca para 1903. [Descargar en PDF]

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