Rudolf Rocker. Las corrientes liberales en los Estados Unidos [Pdf]


Fue siempre un hábito de los retrógrados y de los pobres de espíritu combatir como “extranjeras” las cosas que no comprendían y las ideas que sobrepasaban los horizontes limitados de sus propios conceptos y puntos de vista, con el fin de proteger a la nación contra “influencias extrañas” que ponen en tela de juicio las instituciones vigentes y las ideas tradicionales y quieren conducir a los hombres por nuevos caminos. En los llamados Estados fascistas, donde fueron suprimidos despiadadamente todos los partidos políticos y todas las tendencias sociales para elevar a un solo partido a la categoría de vehículo del “principio de la voluntad nacional”, se ha llegado a subordinar todos las manifestaciones de la vida social a la unidad del Estado totalitario, a sofocar toda vida particular o a adaptarla a las necesidades de la máquina estatal. El hombre autómata, que se considera parte del Estado y acata sin resistencia los imperativos de la dictadura nacional, como la máquina obedece a las presiones del maquinista, es el prototipo ideal del fascismo. 


El famoso “principio de la jefatura” se convierte en cómodo sucedáneo por el cual algunos anormales incurables quieren someter la rica diversidad de la vida social a la llamada nivelación, que en realidad no es otra cosa que la expresión de su propia limitación espiritual. Y como la pequeñez de espíritu y la violencia brutal van siempre conjuntas, el despotismo ilimitado contra los propios conciudadanos, que lleva lógicamente a la amenaza constante contra naciones extrañas, es la consecuencia inevitable de un sistema que no respeta ninguna consideración humana, y cuyos representantes son dominados por la obsesión de suplantar lo orgánico, lo animado por la mecánica muerta de los conceptos políticos de dominio.


Esa manera de pensar es lo que hace hoy del fascismo un peligro mundial, pues el despotismo del pensamiento conduce siempre al despotismo de la acción. El que cree poder encerrar en formas determinadas todas las manifestaciones de la vida intelectual y social, tiene que considerar, lógicamente, como enemigo, al que no quiere renunciar al propio pensamiento y a la propia acción. Así la independencia espiritual se convierte en alta traición contra el país o, mejor dicho, en alta traición contra aquellos que detentan el poder, los cuales interpretan a su manera la voluntad de la nación y la imponen al pueblo. El que contradice esa interpretación es expulsado del territorio nacional, encerrado en campos de concentración o reducido a la impotencia de una manera más eficaz aún. Y para justificar la violencia brutal contra los representantes de ideas incómodas, se les califica de extranjeros o de hechura judía, lo que equivale a la misma cosa. Eso no exige grandes esfuerzos intelectuales y se ha puesto de manifiesto hasta aquí siempre como un medio disciplinario eficaz contra los que no se someten.


Enrique Heine conocía a su gente cuando escribió:


"Extraños, extraños son la mayoría de los que sembraron entre nosotros el espíritu de la rebeldía. Esa especie de pecadores ¡Gracias a Dios! son raramente hijos del país". 


Extranjeros o judíos son el liberalismo, la democracia, el pacifismo, el humanismo, el marxismo, el capitalismo, en una palabra todo lo que no aúlla ¡Heil Hitler! y no quiere reconocer en la voz del Führer la voz de Dios. Esta interpretación hace de la llamada idea totalitaria el azote del siglo, no la amenaza militar que, en última instancia, no es más que el resultado natural del peligro fascista. Esta nueva religión política es tanto más peligrosa cuanto que se halla circunscrita a los Estados fascistas, sino que encuentra cada vez más eco en los países de tradiciones democráticas y prepara así, consciente o inconscientemente, el camino para el Estado totalitario.


Todo el ruido que se hace en torno a la quinta columna no vale un comino, mientras no se llegue al germen del mal, la creencia ciega de que el Estado lo es todo y el hombre nada. Contra el espionaje ordinario pudo defenderse hasta aquí todo gobierno, incluso donde fue realizado en vastas proporciones; pero contra la peste escurridiza que aplasta la resistencia moral de pueblos enteros y les lleva a la persuasión de que el hombre no debe ser para el Estado totalitario más que materia prima y que sólo sirve para ser devorado por él, contra esto nada valen las medidas de defensa puramente técnicas. Aquí se impone una transformación interior que no puede ser dictada por los gobiernos ni ajustada a determinadas normas nacionales, pues en éste caso se trata de la cultura social, que posee la misma significación para todos los pueblos.


El absolutismo moderno sólo puede ser combatido por el mismo espíritu al que debemos la supresión del absolutismo principesco. Este espíritu continúa todavía viviendo en las tradiciones, pero ha perdido su eco viviente en la conciencia de los pueblos, los únicos que pueden hacerle capaz de luchar con éxito contra el mal. Incluso en los países democráticos, la rutina política y el engranaje del burocratismo han mellado la responsabilidad moral del ciudadano y disminuido considerablemente su interés por los asuntos públicos. Para muchos, la democracia se ha convertido hoy en un simple asunto aritmético, que les confirma simplemente que tres son menos que cuatro y que, por consiguiente, cuatro tienen razón y tres no la tienen. Pero la verdadera democracia significa originariamente algo esencialmente distinto. Combatió el absolutismo principesco y sostuvo el derecho del ciudadano a constituir su vida social conforme al propio criterio. Sus grandes representantes fundamentaron el principio de la mayoría en la equivalencia de las aspiraciones sociales. Sabían que no existe ninguna constitución perfecta, porque la imperfección está cimentada en la esencia del ser humano. Al combatir el absolutismo de la monarquía no se les podía ocurrir la idea de un absolutismo mayoritario, pues comprendieron que la mayoría de hoy no será forzosamente la mayoría de mañana.


Y supieron también que el derecho de la mayoría sólo podía ser aplicado a los problemas administrativos y a los asuntos técnicos, pero que no tenía ninguna validez en los problemas de conciencia. Acerca de lo que cree un hombre, de lo que constituye un fundamento de su convicción, no puede decidir ninguna mayoría. Si, no obstante, intenta decidir en esa materia, comete un crimen contra el espíritu. Una convicción no es producida por acuerdos de mayoría; es el resultado de un trabajo mental individual. Un hombre puede cambiar su convicción, pero también en este caso es la reflexión propia la que le lleva a ese resultado, y nadie más puede intervenir desde fuera.


Donde se trata de convicciones, sólo puede ser de provecho la experiencia y el libre intercambio de pensamientos, pero nunca la violencia exterior, y en esto es enteramente igual si esa violencia es ejercida por uno o por muchos. A esto se refería Thomas Paine cuando expresó el pensamiento de que el despotismo de una mayoría podía ser en ciertas circunstancias peor que la violencia de un solo déspota.


Por eso el primer deber entre los hombres libres consiste en respetar la convicción del prójimo, evitar toda violencia contra ella mientras se mantenga en los mismos límites y no quiera obtener por la fuerza lo que no pudo conseguir por la persuasión. La verdadera democracia es mucho menos un asunto de la Constitución que una cuestión de sentir y pensar en el pueblo. Esto lo había comprendido perfectamente Edward Carpenter cuando dijo:


"Ya la falsa Democracia se aparta para dejar que brote la verdadera Democracia que se ha formado en ella y que no es un gobierno externo sino una ley interior -la ley del hombre-masa en cada hombre-unidad. Pues ningún gobierno externo puede ser otra cosa que un expediente, el caparazón temporal de la crisálida que contiene el gusano mientras se forma la nueva vida dentro".


La absurda manía de injuriar como extranjera toda idea o manifestación de vida que no coincide con las concepciones del gobierno o con las de la gran masa de los perezosos del pensamiento en un país, no sólo es una prueba de incapacidad espiritual y de lamentable intolerancia, sino también el mejor medio para allanar el camino a la reacción del Estado totalitario. Pues lo que comúnmente se denomina espíritu de la nación, no es más que una pobre fantasía aceptada como verdad por los perezosos de espíritu, y alimentada y criada artificialmente por los que sacan su provecho de ella.


Las ideas y las manifestaciones sociales de la vida no son nunca el resultado de determinadas características nacionales, sino productos del ambiente cultural general al que pertenecemos, que traspasa con creces las fronteras artificiales de los Estados. Lo mismo que el desarrollo de la técnica y otros fenómenos de la vida económica no están ligados a ninguna frontera nacional, así las ideas y los movimientos sociales son siempre un resultado de la cultura general de donde extraen su alimento espiritual todos los pueblos que han sido fecundados por esa cultura. Tales fenómenos están ligados a menudo a una época determinada, pero nunca a una determinada nación; pueden adquirir en uno o en otro país formas especiales, pero en este caso se trata generalmente de una diversidad de las condiciones externas de la vida, y no de cualidades nacionales innatas, que difícilmente se pueden comprobar.


Esto se aplica tanto a las ideas y movimientos que favorecen el libre desarrollo de los pueblos como a los que dañan ese desarrollo natural de una manera funesta y a menudo lo difieren por mucho tiempo. Cuando Mussolini comenzó su carrera fascista, escribió estas orgullosas palabras: 


"El fascismo es el resultado directo del alma popular italiana y no puede ser imitado por ningún otro pueblo". 


Tal vez creía entonces él mismo en la exactitud de esa frase absurda. Pero el fascismo se ha desarrollado desde entonces como un movimiento mundial y halló sus adeptos y defensores hasta en los países políticamente más libres. En realidad, el fascismo no es un producto particular del alma popular italiana, sino un resultado lógico de la primera guerra mundial. Esto se aplica también a su hermano gemelo, el bolchevismo ruso. Sin la guerra y sus efectos inevitables, ambos habrían sido imposibles. No solo produjo la guerra las condiciones políticas y económicas para el fascismo, sino también sus condiciones psicológicas. La crisis económica mundial que nació de la guerra, el socavamiento de toda seguridad económica del hombre para el día siguiente, la monstruosa miseria de las grandes masas, la decadencia de la clase media y la brutal codicia de pequeñas minorías que acuñaron monedas contantes y sonantes con la penuria de los pueblos, crearon las condiciones externas de la actual catástrofe.


A esto se añade el embrutecimiento general que debía tener ineludiblemente por consecuencia una guerra de esa magnitud. La gran matanza de los pueblos no sólo hizo perder todo respeto por la vida humana y por la libertad del individuo, sino que creó también la creencia fatalista de que todos los problemas sociales se resuelven solo por el camino de la violencia y que toda aspiración a liquidar los problemas en litigio por discusiones pacíficos y mutuos convenios no es más que un infecundo sentimentalismo. En tales circunstancias prospera la cizaña de los demagogos codiciosos y de los llamados grandes hombres. El fascismo no fue más que la continuación natural de la estructura mental bárbara y brutal que había fomentado la guerra.


Lo que se ha dicho aquí de la difusión del fascismo se aplica también a las religiones, las concepciones políticas, las ideas sociales, los sistemas filosóficos, los conceptos morales y todos los fenómenos del arte y de la ciencia. Sus deducciones espirituales en todos los países de cultura son tan inevitables como los cambios de la temperatura o los otros efectos de las fuerzas naturales. Lo mismo que los pueblos están a merced de la fecundación mutua en su desarrollo material, dependen unos de otros en una medida mucho mayor para su desenvolvimiento espiritual. El que desconoce este hecho desconoce la ley más importante de todo progreso social e ignora la fuerza creadora de toda formación cultural.




Traducción del alemán por Diego Abad de Santillán. Editorial Americalee, Argentina, 1944. Digitalización: KCL.





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