VVAA - Las Prisiones En La Transacción Democrática [PDF]


Ahora que l@s polític@s de todo pelaje llaman a la participación electoral en lo que graznan grandilocuentemente "la fiesta de la democracia", es buena la ocasión para recordar cuales fueron los orígenes de este remedo de democracia con un Borbón como notario mayor. Y para ello quiero compartir con vosotr@s este texto acerca del Caso Scala y las condiciones carcelarias existentes hasta bien entrada la "democracia", así como las "técnicas" policiales usadas por los perros del Estado y sus gorilas carceler@s. Todo ello con la imprescindible connivencia de la llamada izquierda parlamentaria. El principal responsable de toda esta violencia fue Martín Villa, tratado en nuestros días como alguien honorable, cuando solamente es un criminal sin escrúpulos.


Un texto imprescindible para quienes quieren conocer la Memoria Histórica libre de sectarismos y manoseos políticos. La Memoria contada por sus protagonistas, silenciad@s por tirios y troyanos.




El presente libro, pretende ser una denuncia de los sistemas penitenciario y judicial durante los primeros años de la democracia en España. Todos los hechos narrados se relatan tal como sucedieron, aunque deben pedir disculpas si el paso de los años ha borrado de mi mente alguna cuestión importante. Los nombres de los personajes que aún están vivos, han sido substituidos para no herir la sensibilidad de nadie. Sólo algunos nombres son reales, bien porque los personajes están ya muertos, bien porque fueron tan malas personas que creo que merecen ocupar una parte de este libro con sus verdaderos nombres. Los apodos son todos verdaderos, porque si los cambiara, desvirtuarían demasiado la realidad.


El libro, constituye la historia de las prisiones españolas que viví en propia carne. En él, relato algunas de las circunstancias que se sucedieron y que para mi modo de ver tienen la suficiente importancia como para que el lector descubra que entre 1978-1985, la democracia no hizo acto de presencia en las prisiones. Los funcionarios seguían siendo los mismos que cuando Franco y las formas de hacer eran no sólo idénticas sino más salvajes si cabe.


Me resulta necesario criticar a toda aquella izquierda que si bien durante el franquismo vivió el terror de intramuros, se olvidó totalmente de los derechos humanos de los presos y presas en cuanto vieron que podían dedicarse a vivir de la política.


Durante esos siete años y medio estuve en diferentes cárceles españolas acusado por el caso Scala, un delito que no cometí y del que nunca la justicia pudo demostrar nuestra culpabilidad. Entré en prisión con diecinueve años recién cumplidos y salí en libertad a punto de cumplir los veintiséis. La juventud perdida en la cárcel a causa de un montaje del Estado contra el Movimiento Libertario español y más concretamente contra la C.N.T.


A alguien le puede parecer extraño que no incluya pistas en lo que se refiere al Caso Scala, la verdad es que no tengo ni idea de las personas que cometieron aquel brutal y asesino atentado que costó la vida a cuatro trabajadores. Seguramente, la verdad, como de costumbre sólo se sabrá una vez que hayamos muerto, pero soy consciente que aunque algún día se sepa la verdad, nunca los tribunales decretarán nuestra inocencia y nunca el sistema nos pedirá perdón por el daño que durante años nos causó. No lo hicieron con el Caso Savolta, tampoco con el caso Sacco e Vancetti, no lo hicieron con el Caso Granados y Delgado y tampoco lo harán nunca con el Caso Scala. Mi conciencia y la de mis compañeros, aquellos que sufrieron también las consecuencias del sistema, está totalmente intacta.


El terrorismo de Estado ha existido siempre, no lo inventó el PSOE con el GAL, ya con el gobierno de la UCD, estaba a la orden del día: Batallón Vasco—Español, Triple A, mafias policiales, etc... El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra.

Cárcel Modelo (de inhumanidad). Barcelona.


Dieciocho de enero de mil novecientos setenta y ocho. Después de setenta y dos horas de interrogatorios y torturas, procedentes de la Dirección General de Seguridad de Barcelona (DGS), en un furgón blindado de la policía nacional y con una fuerte escolta, llegamos a la prisión Modelo de Barcelona tres nuevos internos: Pedro, Armando y yo.


Nos conocíamos de la calle, los tres éramos militantes de CNT, dos del sindicato del metal y uno de oficios varios, además vivíamos en el mismo barrio. Nos acusaban del atentado contra la Sala de Fiestas SCALA de Barcelona. La policía nos había torturado porque pretendían demostrar ante la opinión pública que habían desarticulado un grupo armado y para ello, debían encontrar armas en algún lugar.


Sobre la SCALA, recuerdo que al ser detenido, en un pequeño cuarto de la DGS en el que me introdujeron al llegar a comisaría, había sobre una mesa una carpeta de cartón en la que en letras mayúsculas se podía leer:”CASO SCALA” (FÓSFORO DEL PANI). Hasta pasados unos meses no llegaría a entender el significado de aquella carpeta. Las declaraciones ya las tenía confeccionadas la policía, lo único que necesitaban era tiempo para que las firmáramos. Para justificar que éramos un grupo armado, decidieron que formábamos parte de un comando de la FAI, cuando ni la FAI tenía comandos ya, ni nosotros pertenecíamos a esa organización libertaria. Sólo pudieron arrancarnos que pertenecíamos a diferentes sindicatos de la CNT.


Durante aquellos días, las comisarías de Barcelona se llenaron de militantes de CNT, las celdas estaban abarrotadas, sin embargo, Armando, Pedro y yo estábamos incomunicados en celdas individuales, en los pocos momentos que dejaban de torturarnos. pues la prensa diría que gracias al buen trabajo de investigación de los cuerpos de seguridad del Estado, habían descubierto a los autores materiales del atentado terrorista, cuando días antes de que empezara a arder la sala de fiestas SCALA, habían elegido unas cabezas de turco para hundir la CNT y el Movimiento Libertario, ¿Por qué nos eligieron a nosotros y no a alguien con peso en la organización, o a alguien que estuviera practicando la lucha armada? Eso no lo sabremos nunca.


A los pocos minutos de estar en la Dirección General de Seguridad, empezaron las torturas, preguntándome básicamente por las armas que según ellos escondíamos en mi casa y por el atraco que, también según ellos, íbamos a hacer en el canódromo de Avenida Meridiana. Después me torturaron durante horas para que reconociera haber cometido un atraco en el Carrefour de Tarragona, cuando yo no había estado nunca en esa ciudad. Más tarde se dedicaron a torturarme preguntándome sobre unas pistolas automáticas y unos fusiles ametralladores que yo no había visto en mi vida. Estaba claro que me torturaban por pasar el tiempo, por amor a esa profesión tan valiosa por la que mediante el sufrimiento de unos pocos, se mantiene un Estado corrupto desde su existencia.


Me amenazaron con violar a mi compañera.


—Como estáis acostumbrados a eso del amor libre, unos cuantos polvos de más le pueden dar hasta gusto —me decían los muy cabrones.


De repente me llevaron a una rueda de reconocimiento. Me introdujeron en una habitación con un gran espejo y a los pocos minutos me sacaron a golpes diciendo que me habían reconocido.


—¡Que sí, que tu estabas en la SCALA, cabrón, quién más estaba contigo!.


—Acabamos de detener a tu colega Armando y no tardaremos en coger a Pedro.


¿Porqué coño me preguntaban quién más estaba conmigo si ya tenían claro a quien le iban a cargar el muerto?


Después de otro espacio interminable de interrogatorios y torturas, me llevaron a un cuarto con olor a petróleo, me hicieron fotografías de frente, de espaldas y de ambos costados, tomaron las huellas dactilares de todos los dedos de mis manos y de mis pies y, de nuevo, vuelta al cuartucho de los interrogatorios. Calculo que llevaba dos días enteros de interrogatorios, sin comer ni beber nada y sin dormir, cuando de repente me bajaron a los calabozos y pensé que ya no me iban a torturar más, que se habían dado cuenta que nada tenía que ver con el atentado en cuestión.


En cuanto entré en mi celda, entró detrás un policía nacional con gorra de plato y cargado de galones.


—Eres un asesino —me dijo— si pudiera te mataba aquí mismo.


Salió de la celda, se cerró la puerta e inmediatamente oí mi nombre y mis apellidos, me llevaban de nuevo a interrogatorio.


Volvieron a pasar interminables las horas de tortura, mi cabeza ya no tenía fuerzas para nada, mi cuerpo era un saco de patatas, una cosa inútil que me molestaba hasta para respirar.


Al anochecer del tercer día, consiguieron que firmara una declaración que no pude leer porque cuando lo intenté, me aplastaron la cara contra la mesa de hierro.


Me bajaron a los calabozos.


—¡Vaya, tienes mala suerte, eh!, acabamos de repartir la cena —dijo un policía nacional nuevo.


Me tumbé sobre el pollete de hormigón que servía de asiento o de camastro en aquella maloliente y oscura celda, pero me incorporé enseguida porque todos los músculos de mi cuerpo me dolían demasiado. Apenas me había reincorporado, cuando de nuevo oí el eco de ultratumba gritando mi nombre y mis apellidos. Esta vez no me llevaron a interrogatorio. Me colocaron en un pasillo junto a Armando y a Pedro.


—Conducción a la cárcel —dijo un policía.


Esposados con las manos a la espalda, nos hicieron subir a un furgón y, de la DGS nos llevaron a un lugar que nunca he podido recordar. Nos hicieron bajar del furgón.


—Vais a declarar ante el juez. Como rectifiquéis la declaración, tengo permiso para torturaros 72 horas más —nos dijo el comisario que había participado en los interrogatorios. 


El que teóricamente era el juez, estaba acompañado por alguien que tomaba notas, por el comisario y por dos policías que también habían participado en los interrogatorios. Yo pensaba que de comisaría nos iban a llevar al Palacio de Justicia y que allí íbamos a poder declarar ante el juez, el secretario y nuestros respectivos abogados. Pero al parecer, la presencia de los abogados la habían sustituido por la de los propios torturadores. De una cosa estaba seguro, aquello no era el Palacio de Justicia. Lo conocía porque unos años atrás, me detuvieron en un piquete estudiantil de huelga. Ante la mirada atenta de los torturadores, no nos quedó más remedio que ratificarnos en aquella declaración que ni habíamos leído, ni nos iban a dejar leer.


El furgón de la policía nacional, se detuvo ante el gran portalón de la cárcel Modelo de Barcelona, ese portalón que tantas veces había visto en la calle Entenza cuando acompañaba a mi novia a su casa o cuando participaba en las manifestaciones pro—amnistía. Se abrió lentamente y el furgón penetró hasta el patio interior de la cárcel para detenerse inmediatamente. Nos hicieron bajar, con las manos esposadas a la espalda y, unos funcionarios de prisiones vestidos de verde, con gorra de plato y guantes negros, nos invitaron a pasar al interior de la cárcel.


Se abrió una gran puerta de hierro de color beige con un estruendo que podía perfectamente despertar a todos los presos de su interior. Un pasillo de unos ocho metros de ancho y unos cinco de alto, con las paredes cubiertas de azulejo blanco, un pasillo que por su silencio y por su eco, más parecía un corredor hacia la muerte que una prisión. Al final del pasillo otra gran puerta de hierro igual que la anterior se abrió estruendosamente para darnos paso a más pasillo. Unos diez metros más allá, a mano izquierda se podía ver una garita de hierro y cristal y una pequeña puerta abierta de la que salía una tenue luz. Los policías nacionales —vestidos de gris— y los funcionarios de prisiones — vestidos de verde— nos hicieron parar ante la pequeña puerta abierta. Los policías nos quitaron las esposas y los funcionarios nos hicieron ponernos con las manos en cruz apoyadas a la pared y las piernas abiertas. Tenía un sueño atroz y bastante hambre, no entendía nada de cuanto estaba sucediendo; estaba convencido de que al fin, esa noche, iba a poder dormir con tranquilidad. Al poco nos hicieron ir pasando de uno en uno a través de la pequeña puerta de luz tenue situada a la izquierda del pasillo. El cuartucho en cuestión despedía un profundo olor a petróleo. De nuevo preguntas.


—¿Cómo se llama?


—Francisco Javier Cañadas Gascón.


—Nacionalidad.


—Catalán.


—Será español —me dijo reprobadoramente.


—Ponga lo que quiera, usted pregunta y yo contesto —le dije—


—¿Religión?


—Ateo.


—¿Está bautizado?


—Sí.


—Entonces es católico.


—Como usted quiera.


—¿Ideología?


—Anarquista.


—A claro, por eso es ateo.


—Pues claro.


Me tomaron de nuevo las huellas de mis diez dedos y luego me tendieron un trapo ennegrecido mojado con petróleo para que me limpiara la tinta de las manos. Una vez nos hubieron tomado las huellas a los tres, un funcionario nos hizo acompañarlo. Unos metros después, se nos juntó otro funcionario y nos hicieron atravesar un pasillo totalmente oscuro, frío como un congelador y con olor a quemado. Al final del pasillo había un pequeño cuartucho, encendieron una tenue luz y nos hicieron entrar en él.


—Desnúdense.


Los dos funcionarios salieron del cuartucho y nos dejaron encerrados mientras nos íbamos desnudando. Hacía un frío terrible, la ventana del cuartucho no tenía cristales y el frío de enero se calaba en nuestros huesos. Después de permanecer como un cuarto de hora desnudos y semi muertos de frío, volvieron los dos funcionarios de antes.


—Diez flexiones cada uno —dijo uno de ellos.


Aquello era demasiado, ¿para qué nos hacían hacer flexiones si veníamos de la DGS? Era el inicio de otra nueva humillación constante.


—¡Vístanse! —dijo el otro, que parecía tener menos mala leche.


Apagaron la luz del cuartucho, nos hicieron desandar el oscuro pasillo y de nuevo volvimos al ancho corredor de azulejo blanco.
Andamos unos metros y se abrió estruendosamente otro portalón de hierro, éste de color gris mate. Justo detrás del portalón había un cuartucho oscuro, con olor a quemado y a humedad.


—Cojan un petate, una manta, una cuchara y un plato cada uno —nos dijo uno de los dos funcionarios.


Los petates estaban todos llenos de mierda, mojados y repletos de manchas de sangre. Se trataba de un saco de arpillera en cuyo interior había lana apelmazada, aquello nos serviría para dormir. Las mantas estaban igualmente mojadas, lo notamos nada más cargarlas al hombro, por el peso. Los platos eran de zinc y tenían un dedo de grasa seca en el fondo, igual que las cucharas, que eran de alpaca y que además estaban retorcidas.


—Esto les tiene que durar hasta que salgan de la cárcel —nos dijo riendo otro funcionario.


—Síganme —nos dijo otro.


Tras unos pasos, llegamos a lo que imaginé sería el centro de la prisión. Una gran garita hexagonal rodeada de cristaleras transparentes y elevada del suelo por cuatro escalones que conducían a la puerta de entrada. En los laterales, bordeando todo el centro, dos rotondas repletas de policías nacionales especiales y armados hasta los dientes. Tras ellos, las rejas de las diferentes galerías, seis en total. Nos hicieron caminar hasta la puerta de barrotes de lo que parecía ser la segunda galería. Allí, otro funcionario nos abrió desde dentro. La entrada a la galería era espeluznante, las paredes completamente quemadas, la planta con tres dedos de agua, las paredes llenas de pintadas mal escritas de color rojo sangre, un olor a humedad y un frío casi polar que calaba los huesos. El funcionario nos hizo pasar a una habitación situada al principio de la parte izquierda, en la planta baja.


—Celda número tal, primer piso.


—Díganme sus nombres.


Tal como los íbamos pronunciando, él los iba anotando en el recuadro de su tablilla correspondiente al número de la celda que nos había asignado.


—Recojan todas sus cosas y acompáñenme —nos dijo amable.


En el pasillo izquierdo del primer piso se hallaba nuestra celda, aquél espacio que nos iba a permitir descansar después de más de setenta y dos horas sin poder dormir.


No había luz en la celda; entramos y la puerta de hierro se cerró con llave. Era de noche, la oscuridad era la dueña de aquel pequeño espacio con olor a mierda, el silencio era sepulcral, similar al de un cementerio. Colocamos los petates lo mejor que pudimos sobre una cama adosada y una litera que se hallaban al fondo de la celda. Hacía mucho frío, inmediatamente descubrimos que la ventana no tenía cristales.


—Vamos a descansar, mañana hablaremos de los interrogatorios — dijo Pedro.


Vestidos como estábamos, con picores por todo el cuerpo tras tres días sin una ducha y con la misma ropa, nos acomodamos en los jergones de lana y nos tapamos con las mojadas mantas. En unos segundos, estábamos los tres sumidos en un profundo sueño. De repente nos despertó el sonido de una corneta mal tocada, no teníamos reloj y no sabíamos qué hora era, el amanecer helado del día veinte de enero se colaba en la celda a través de las ventanas sin cristales. El olor fétido de la noche anterior volvió a recordarnos dónde nos hallábamos. El suelo de la celda estaba lleno de mierda, las paredes llenas de pintadas de rojo sangre donde se podía leer: “MUERTE A LOS BOQUERAS”, ¡VIVA LA COPEL!, “MUERTE A LOS CHIVATOS”, “LIBERTAD O MUERTE”, y grabaciones con fechas de entradas y salidas de presos. Nos levantamos de nuestros respectivos camastros, con el frío de la noche metido en los huesos y nos dispusimos a descubrir de donde procedía aquél fétido hedor. Lo que debía ser la mampara del WC, situada a la derecha según se entraba en la celda, era un amasijo de metales y trozos de PVC, dentro, donde debía haber estado alguna vez la taza de las defecaciones, sólo había un agujero tapado por una montaña marrón cubierta de moscas verdes y rodeada de orines semisecos.


—¡Galería, recuento! —se oyó una voz procedente de algún lugar fuera de nuestra celda.


Las puertas fueron abriéndose con sonidos metálicos que al ser ayudados por el eco, parecían estruendosos a nuestros oídos. Se abrió la puerta de nuestra celda. El funcionario de la noche anterior, acompañado por un preso, nos contó y anotó algo en su pizarrín de mano. A su paso se cerró la puerta de hierro, igual que se habían ido cerrando todas las anteriores. Pasados aproximadamente unos quince minutos, la misma voz de antes, anunció que se repetía el recuento. Las puertas fueron abriéndose y cerrándose estruendosamente al paso del preso y el funcionario con el pizarrín. Transcurrida una media hora, la misma voz de antes anunciaba conformidad de recuento y la corneta mal tocada que nos despertara tocaba el sonido militar de la conformidad. Se fueron abriendo todas las celdas.


—¡Galería, desayuno! —gritó alguien desde la planta baja.


Salimos al pasillo y nos apoyamos en la barandilla, los presos se iban dirigiendo desde sus celdas, vaso de plástico en mano a la planta baja y empezaban a formar una cola ante la entrada de la galería.


—¿Tenéis vasos? —nos preguntó un preso muy joven que no nos conocía de nada.


—No, llegamos anoche —le dijo Pedro.


En breves segundos se presentó ante nosotros como “El Tirillas” y nos ofreció un vaso de plástico a cada uno. ¡Qué bien! Después de ochenta y tantas horas íbamos a comer algo. Nos dirigimos hacia la planta baja y nos pusimos en cola. El desayuno consistía en un vaso de un líquido marronáceo semi frío y cuatro galletas “María”. Tenía bastante mal gusto y aunque estuviera casi frío, su temperatura era superior a la del ambiente y nos reconfortó un poco. Nos dirigimos a nuestra celda y al poco se presentó “el Tirillas” con dos presos más.


—¡Vaya mierda chavolo os ha dao el cabrón del pingüino!, dejad los petates que os vamos a dar colchones de espuma y otra celda con cristales y taza pa cagar — nos dijo uno de ellos.


Los seguimos con lo puesto porque también nos hicieron dejar los platos, las cucharas y las mantas mojadas.


—Tiene un poco de mierda pero ahora os dejamos pa que la limpiéis, dijo “el Tirillas”.


Nuestra nueva celda tenía efectivamente taza de WC, llena de mierda eso sí, pero era cuestión de ponerse manos a la obra y limpiarla, la ventana tenía cristales y sobre los camastros nos habían puesto colchones de espuma y dos mantas en mejores condiciones para cada uno.


—Colegas, si queréis os dejo pasta hasta que cobréis el peculio, vais a tener que comprar lejía si queréis quitar tanta mierda.


Nos dejó unos cartones gastados, numerado cada uno con la cantidad de dinero correspondiente. Nos quedamos extrañados.


—Es que aquí no hay dinero de la calle, colegas —nos dijo— Sois anarcas verdad —nos preguntó afirmativamente.


—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Armando.


—Aquí nos enteramos de todo, colegas.


El recibimiento por parte de los presos no hubiera podido ser mejor, eso sí, nos aclararon que lo hacían porque éramos anarcos, que si hubiésemos sido comunistas, hubiesen pasado de nosotros.


Salimos al pasillo y vimos como algunos presos achicaban el agua acumulada en la planta baja. Se ayudaban de palos de escoba y mantas tendidas en el suelo.


—Vamos a echarles una mano —dijo Pedro.


—No colegas, hoy no, ya lo haréis mañana.


—¿Hay que hacerlo todos los días? —pregunté.


—Llevamos un mes así, hasta que estos cabrones no arreglen el escape de agua, habrá que joderse —dijo sonriente “el Tirillas”—. “El Tirillas” era un personaje simpático, un chaval joven, debía tener unos diecisiete años, dos menos que yo.


—Oye ¿Porqué te llaman tirillas? —le preguntó Pedro.


Rápidamente se quitó el jersey y la camisa. Su cuerpo y sus brazos estaban llenos de cortes cosidos.


—Sólo me falta cortarme en las piernas —nos dijo.


—Y, ¿Porqué lo haces? —le pregunté.


—Pa hacer currar a estos cabrones —me dijo refiriéndose a los funcionarios.


—¡Galería, patio! —se oyó la voz de siempre tronar desde la planta baja—


—Vamos al patio que luego abrirán el colomato y podréis comprar, luego os ayudaremos a limpiar el chabolo.


Bajamos a la planta y a través de una pequeña puerta por la que circulaba el caudal de achicamiento de la planta, salimos al patio. La pared de la derecha estaba llena de ventanas con barrotes correspondientes a la primera galería, al fondo a la izquierda había una cancha de frontón mal hecha —con pared de derechas— y al final de esta el primer muro que nos separaba de la libertad. En medio del patio había una gran palmera que debía ser centenaria y otra bastante más pequeña pero que por el grosor del tronco, debía tener algunos años. Paseamos los tres solos un rato, hasta que desde la puerta de salida al patio, la voz de siempre anunciaba ¡Economato!. Entramos en la galería y después de enterarnos donde estaba el economato, nos pusimos en la cola. Se trataba de una ventana enrejada, de barrotes negros y húmedos, detrás de la cual, otros presos servían los pedidos de los presos de la galería...




Joaquín Gambín Hernández, alias "el Grillo" como se sabría más tarde a través de la prensa, llegó a Barcelona unos diez días antes de la primera manifestación legal de la C.N.T. Su destino era claro, la policía le había encomendado ponerse en contacto con miembros de la C.N.T. de Barcelona, cosa que no le iba a ser difícil porque conocía a bastantes de cuando en el setenta y siete había estado en la cárcel por lo de la F.A.I.


En los sindicatos, todos sabíamos que había llegado un compañero de Murcia y también nos enteramos que había quedado con algunos compañeros en la pizzería “La Rivolta”, de modo algunos jóvenes del sindicato del metal, movidos por la curiosidad de quién sería tan legendario personaje, nos dirigimos a la pizzería para ver cómo era. Estaban reunidos en un reservado de “La Rivolta”, por lo que apenas pudimos ver nada. Unos días después, nos llamó Pedro y nos dijo que si lo queríamos conocer, que lo había invitado a comer en su casa para el sábado siguiente, día catorce de enero de mil novecientos setenta y ocho. Fuimos a casa de Pedro a comer y a conocer al tal Gambín. Era un hombre alto, fornido, de unos cuarenta años, con bigote y gafas graduadas, en su mano derecha lucía un sello de oro.


Nos dijo que venía a esconderse a Barcelona porque lo buscaba la policía por algunos atracos y atentados que había hecho con los compañeros de Murcia.


—¿Vais a ir a la manifestación? —nos dijo.


—Si, claro —contestamos.


—Supongo que iréis armados.


—¿Cómo armados? —preguntamos.


—Sí hombre, llevareis cócteles molotov ¿no?.


—Ah, pues no lo habíamos pensado, pero por si pasa algo, no estaría de más —dije yo.


—No tenemos nada para hacerlos —dijo Armando.


—Bueno, pues compramos todo lo necesario, pago yo —dijo Gambín.


Gambín se fue con Armando a comprar la gasolina, Pedro se fue a la Plaza Tetuán a comprar el ácido sulfúrico y yo fui a una farmacia del barrio a comprar las pastillas para la tos de clorato de potasa y a esperarlos en mi casa. Un cuarto de hora después se presentaron en casa Gambín y Armando con tres latas de gasolina, una media hora después se presentó Pedro con el ácido sulfúrico, con papel secante de color de rosa y con seis botellas de Fruco de tres cuartos vacías.


—Si quieres puedes quedarte en mi casa hasta que te encontremos algo —le dije a Gambín.


—No que tu casa es un piso franco —dijo Pedro—, en el sentido de que nadie de la C.N.T. sabía donde vivía yo y porque teníamos almacenadas revistas ilegales de la F.A.I. y del Movimiento Libertario en el exilio.


Mi compañera respiró aliviada al ver que no se iba a quedar con nosotros, no le inspiraba demasiada confianza aquél cuarentón que la miraba con ojos lascivos convencido de que nosotros también practicábamos el amor libre. Una vez confeccionados los seis cócteles molotov, decidimos irnos a dar una vuelta. Ya en la calle, Gambín nos dijo:


—Os invito a cenar a todos.


Mi compañera y yo no quisimos ir, preferíamos tomar algo en el barrio y volver a casa a hacer el amor en la intimidad de nuestro piso alquilado situado en la calle de Juan Riera, en el barrio de Verdum. Nos despedimos y quedamos para el día siguiente, domingo, en casa para recoger los cócteles y dirigirnos a la manifestación. El domingo, sobre las diez de la mañana, se presentaron todos en casa.


Gambín nos dijo que siendo tantos —éramos seis—, había pensado que lo mejor era bajar a la manifestación en su coche, a lo que accedimos gustosamente. Su coche era un 1430 ranchera de color blanco con matrícula de Murcia. Lo normal para ir a la manifestación era ir directamente por la Meridiana hasta Colón, lugar en que se iniciaba la manifestación, pero él, conocedor de la ciudad casi más que nosotros prefirió ir hasta el Paseo de San Juan y bajarlo todo hasta el parque de la Ciudadela, para llegar a Colón a través de la Estación de Francia. A la altura de la sala de Fiestas SCALA, detuvo unos segundos el coche y nos dijo.


—Si no sucede nada en la manifestación, podéis venir a tirar los cócteles aquí.


—Bueno, ya lo pensaremos —le contestamos.


Llegamos al lugar de inicio de la manifestación, bajamos del coche y cargamos con la bolsa de nilón verde que contenía los seis cócteles. Aún faltaba algún tiempo para el inicio de la manifestación y Armando, Pedro y yo, con la bolsa a cuestas nos dirigimos a la Federación Local.


—¿Habéis organizado piquetes?—les preguntamos.


—Sí —nos dijo un compañero.


—Nosotros llevamos seis cócteles por si hacen falta —dije.


—Bueno, colocaros por el medio de la mani.


Volvimos a la estatua de Colón, habíamos quedado en un bar con Gambín, mi compañera y la compañera de Pedro, nos tomamos una cerveza y esperamos a que se iniciara la marcha. Empezó a llegar mucha gente con banderas rojinegras y pancartas en contra de los Pactos de la Moncloa. Empezó la manifestación a la hora que estaba convocada, creo que a las once de la mañana. Íbamos andando durante toda la manifestación al lado de Gambín, la bolsa de los cócteles nos la íbamos turnando Armando, Pedro y yo; Gambín decía que no podía llevarla porque a él lo buscaba la policía, pero se pasó todo el rato bien erguido para que cualquiera pudiese verlo, era bastante más alto que nosotros. Casi al final de la manifestación, nos dio la impresión de que la policía fuese a cargar, pero no pasó nada. Algunos compañeros decían que se iban a hacer otra manifestación a la puerta de la cárcel Modelo, en apoyo a las luchas de la COPEL.


—¿Vais a la SCALA? —nos preguntó Gambín.


—No, vamos a deshacernos de los cócteles y a lo mejor vamos a la Modelo.


—¡Anarquistas de mierda! —dijo— no tenéis cojones para nada, con vosotros no sé qué revolución vamos a hacer.


—Bueno, está bien —le dijimos para tranquilizarlo—, vamos a la SCALA.


Montamos una cita de seguridad y quedamos una hora después en el bar Córdoba, cerca de nuestras respectivas casas. Comenzamos a andar los tres en dirección al Paseo de San Juan. Cuando llegamos a la Gran Vía, unos compañeros de Rubí que conocían a Pedro, nos pararon.


—¿Dónde vais? —nos dijeron.


—A la SCALA, a tirar unos cuantos cócteles —les respondimos.


—Estáis locos o qué. Para qué mierda vais a ir a la SCALA. Os vamos a acompañar y ahora mismo nos deshacemos de los cocos.


Caminamos junto a ellos una manzana de Gran Vía, bajamos por la siguiente travesía, y escondidos tras unos coches, sacamos el papel secante a los seis cócteles y vaciamos el contenido en una cloaca.


—Bueno nos vamos al Córdoba —dijimos Armando y yo— ¿Vienes Pedro?.


El Córdoba era un bar que estaba en Verdum, en lo que ahora se conoce como Plaza de Francesc Layret o la Plaza de los huevos. Solíamos ir allí cada domingo a hacer el vermouth con amigos y amigas del barrio. Nos dirigimos a la parada del autobús y unos cinco minutos después ya estábamos de camino a nuestro barrio. El bar Córdoba estaba atestado de gente, unas treinta personas y más que fueron llegando procedentes de la manifestación. Estuvimos esperando casi dos horas a ver si llegaba Gambín con mi compañera y la de Pedro. Se retrasaban bastante en llegar a la hora a la cita. El bar estaba a punto de cerrar las puertas y decidimos ir a esperarlos a mi casa, supusimos que al verlo cerrado se imaginarían que íbamos allí. Una vez que hubieron llegado, mi compañera y yo nos fuimos a comer a casa de sus padres, que vivían en la misma calle.


Por la televisión nos enteramos que la sala de fiestas SCALA estaba en llamas, los informadores comentaban la posibilidad de alguna explosión de gas. Después de comer, mi compañera y yo, nos fuimos al cine Paladium, que estaba en la Guineueta, a ver la primera película erótica que se pasaba en España, “Emmanuelle”. Después del cine volvimos a casa, cenamos, hicimos el amor y nos fuimos a dormir. Sobre las tres de la madrugada sonó el timbre de mi casa, me levanté desnudo como estaba.


—¿Quién es? —pregunté.


—Un vecino, tengo a mi mujer enferma, ¿Me puedes dar una aspirina?.


—Un momento, ahora vuelvo —le dije.


Abrí la puerta y cual fue mi sorpresa al encontrarme a ocho tipos apuntándome a la cabeza con sus ametralladoras de doble cargador.


—¡Al suelo hijo de puta! ¡No te muevas o te freímos, cabrón! —gritó uno de
ellos.


Pensé que se trataba de algún grupo fascista, no hacía demasiado tiempo que a una compañera del barrio, militante de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), le habían grabado a fuego una cruz gamada en la espalda, en su propia casa.


—¡Policía! —gritó uno enseñando la placa.


Me tranquilicé, aquello debía ser un error, por lo menos no era un grupo fascista.


Me retorcieron los brazos en la espalda y en volandas me llevaron hasta el comedor. Al poco aparecieron con mi compañera.


—¿Qué pasa? —decía asustada.


—Nada, tranquila, debe ser un error —le decía yo.


—¿Dónde están las armas, hijo de puta? —me decía uno de ellos.


—¿Qué armas? —preguntaba yo que no había visto una de verdad en mi vida—


—Esto es un piso franco, a nosotros no nos engañas, tarde o temprano las encontraremos —decía otro claramente irritado.


—Lo único que tengo es propaganda ilegal —contesté.


En la habitación contigua al comedor encontraron la propaganda ilegal, papel secante y tres latas de gasolina vacías.


—Con esto habéis hecho los cócteles para quemar la ESCALA ¡eh cabrones!.


—Nosotros no hemos quemado nada.
—¿Quién sois vosotros?. Vamos, llevarlos a comisaría que los vamos a poner bien.


A mí me metieron en un coche y a mi compañera en otro. Por el camino, desde Verdum hasta la Vía Layetana, me iban golpeando violentamente sin preguntarme nada...



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