Cuando observamos las sociedades humanas en sus rasgos esenciales, haciendo abstracción de las manifestaciones secundarias y temporales, nos encontramos con que el régimen político por el que se rigen es la expresión del régimen económico existente en el seno de la sociedad. La organización política no cambia a gusto de los legisladores; puede cambiar de nombre, presentarse hoy con el nombre de monarquía, mañana con el de la República; pero su fondo no sufre modificación esencial: se adapta siempre al régimen económico, del cual es expresión, al mismo tiempo que lo consagra y lo mantiene.
Si, a veces, en su evolución, el régimen político se atrasa sobre la modificación económica que se efectúa, entonces una brusca sacudida lo destruye, lo remueve y lo modela de modo que se adecue al régimen económico establecido. Si, al contrario, sucede que al hacerse una revolución el régimen político va más allá que el económico, quedan los progresos políticos en estado de letra muerta, de pura fórmula, consignados solamente en los papeles, pero sin aplicación real. Así, por ejemplo, son los Derechos del Hombre, que, a pesar de su importancia histórica, no es sino un documento más en el voluminoso legajo de la historia humana; y las hermosas palabras de Libertad, Igualdad, Fraternidad no pasarán de un estado de ensueño o de mentira, inscrito en las paredes de los presidios y las iglesias, mientras que la libertad y la igualdad no vengan a ser la base de las
relaciones económicas.
El sufragio universal no se hubiera concebido en una sociedad basada en la esclavitud; como el despotismo sería también inconcebible en un mundo que se basara en la verdadera libertad y no en la llamada de transacciones, que sólo es libertad de explotación. Las clases obreras de la Europa occidental así lo han comprendido. Saben que las sociedades continuarán ahogando los progresos de las instituciones políticas mientras el régimen capitalista actual no desaparezca; saben también que esas instituciones, a pesar de sus hermosos nombres, no son otra cosa que la corrupción y la dominación del fuerte erigido en sistema, la muerte de toda libertad y de todo progreso, y están convencidas de que el único medio de derribar esos obstáculos es establecer las relaciones económicas bajo un nuevo sistema: la propiedad colectiva. Saben, en fin, que para realizar una revolución política profunda y durable es preciso hacer una revolución económica.
Pero, a causa de la íntima relación que existe entre el régimen político y el económico, es evidente que una revolución en el modo de producir y de distribuir los productos no puede hacerse sino paralelamente a una modificación completa de esas instituciones que generalmente se designan con el nombre de instituciones políticas. La abolición de la propiedad individual y la explotación que es su consecuencia, el establecimiento del régimen colectivista o comunista sería imposible si quisiéramos conservar al mismo tiempo nuestros parlamentos y nuestros reyes. Un nuevo régimen económico exige un cambio profundo en el político, y esta verdad ha sido comprendida también por todo el mundo: que el progreso intelectual que se opera en las masas populares está hoy igualmente unido a las dos cuestiones que han de resolverse. Discurriendo sobre el porvenir político estudia al mismo tiempo el económico, y al lado de las palabras Colectivismo y Comunismo oímos pronunciar las de Estado obrero, Municipio libre, Anarquía, etcétera.
Regla general: “¿Queréis estudiar con provecho? Empezad por inmolar uno a uno los mil prejuicios que os han enseñado”. Estas palabras, con las que un astrónomo ilustre empezaba a explicar un curso, pueden aplicarse igualmente a todas las ramas del saber humano; y mucho más aún a las ciencias sociales que a las físicas, porque desde los primeros pasos en el dominio de éstas nos hallamos en presencia de una multitud de prejuicios heredados de otros tiempos, de ideas absolutamente falsas, lanzadas para mejor engañar al pueblo, y de sofismas minuciosamente elaborados para confundir el juicio popular. Así que tenemos que hacer un enorme trabajo preliminar para poder luego adelantar con seguridad.
Entre los muchos prejuicios hay uno sobre todo que merece especial atención, no sólo porque es la base de todas las instituciones modernas, sino porque hallamos su influencia en casi todas las doctrinas sociales sustentadas por los reformadores; este prejuicio consiste en depositar toda nuestra fe y nuestras esperanzas en un gobierno representativo, en un gobierno procurador.
Hacia el fin del siglo XVIII, el pueblo francés destruía la monarquía, y el último de los reyes absolutos expiaba en el cadalso todos sus crímenes y los de sus predecesores. En esta época parecía que todo lo que la revolución hizo de bueno, de grande y de durable, fuera obra de la iniciativa y la energía de los individuos o los grupos, y que gracias a la desorganización y debilidad del gobierno central, parecía, repetimos, que el pueblo no estaba dispuesto a someterse al yugo de un nuevo poder, basado en los mismos principios que el antiguo, y tanto más fuerte como menos corrompido por los vicios del poder derivado. Lejos de esto, bajo la influencia de los prejuicios gubernamentales y dejándose engañar por las apariencias de libertad y de bienestar que daban, según entonces se decía, las constituciones de Inglaterra y América, el pueblo francés se pagó también el lujo de una constitución y luego de otras constituciones, cambiadas con tanta frecuencia que variaron hasta el infinito en los detalles, pero que se basaron todas en el mismo principio: el gobierno representativo.
Monarquía o República, ¡poco importa!, el pueblo no se gobierna por sí mismo; es gobernado por representantes más o menos bien elegidos. Proclamó su soberanía, pero abdicó de ella y sin ella continúa. Puede, bien o mal, hacer diputados y vigilarlos o no, pero, sea como fuere, serán ellos y no el pueblo los encargados de arreglar la infinita diversidad de intereses encontrados en las relaciones humanas, tan complicadas en el conjunto. Después de Francia, todos los países de la Europa continental hicieron la misma evolución.
Todos, unos después de otros, derribaron las monarquías absolutas y se lanzaron al parlamentarismo. Hasta el despotismo de Oriente ha entrado en el mismo terreno: Bulgaria, Serbia y Turquía han ensayado el régimen constitucional; en la misma Rusia se intenta sacudir el yugo de una camarilla para reemplazarlo por el de una asamblea de delegados. Y siempre igual. Francia, inaugurando los nuevos derroteros, cae siempre en los mismos errores. El pueblo, disgustado por la triste experiencia de la monarquía constitucional, la destruye un día; elige una asamblea horas después, que sólo se diferencia de lo destruido en el nombre, y le confía la tarea de gobernarlo... No satisfecho de la asamblea, se entrega a un bandido que tolera la invasión del extranjero sobre el fértil suelo de Francia.
Veinte años después, cae nuevamente en la misma falta. Viendo libre la ciudad de París, abandonada por el ejército y el poder, no se le ocurre ensayar una nueva forma que facilite la implantación de un nuevo régimen económico. Satisfecho por haber cambiado el nombre de imperio por el de República y éste por el de Comuna, aplica nuevamente en el sitio de ésta el sistema representativo. Falsifica la nueva idea con la herencia desgraciada del pasado; depone su iniciativa ante una asamblea de gentes elegidas al azar y le confía la reorganización completa de las relaciones humanas, única cosa que hubiera dado a la comuna la fuerza y
la vida.
¡Las constituciones, demolidas periódicamente, ruedan como hojas secas arrastradas por los vendavales de otoño, pero como si nada; los hombres vuelven siempre sobre sus pasos como ciegos desorientados: deshecha la vigésima constitución, se funda la vigésima primera! Y siempre la misma teoría. Con harta frecuencia se ven reformadores que, en materia económica, no reparan en un cambio completo de las formas existentes y hasta intentan el cambio completo desde el fondo a la superficie en el modo de producción y cambio del régimen existente. Pero cuando se trata de exponer una doctrina política radical y lógica, le falta atrevimiento para tocar el sistema representativo. Con el nombre de Estado obrero o Municipio libre se esfuerzan para conservar a cualquier precio ese famoso gobierno procurador. Toda una raza, todo un pueblo sostiene este desgraciado sistema.
(Publicado originalmente en Le Révolté, en enero de 1880. Posteriormente incluido en el libro Paroles d’un Révolté, editado para Flammarion por Élisée Reclus en 1885. Para esta edición digital he utilizado como texto base la traducción de David León Gómez en "Piotr Kropotkin, Palabras de un rebelde", Edhasa, Barcelona, 2001, que contiene numerosas erratas que he podido corregir cotejándola con la de José Álvarez Junco en "Piotr Kropotkin, Panfletos revolucionarios", Ayuso, Madrid, 1977.)
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