El proceso a Bujarin, padre de la Constitución Bolchevique (1938)

 

Siguió a Lenin en la escisión que condujo a la creación del Partido Bolchevique, de modo que formaba parte del reducido grupo comunista que se hizo con el poder tras la Revolución de 1917; según Lenin era el mayor pensador teórico del grupo (de hecho su obra El imperialismo y la economía mundial inspiró las ideas sobre el particular que después publicó Lenin).

Desde 1917 formó parte del Comité Central del partido y, desde 1919, del Politburó; como máximo guardián de la ortodoxia ideológica marxista, participaba también en la redacción del periódico del partido (Pravda) y presidió la Comisión Ejecutiva de la Internacional Comunista.

Como portavoz del ala «izquierdista» del partido impulsó la ingenua política de hacer saltar súbitamente a Rusia a un modelo económico comunista (doctrina recogida en su libro La economía del periodo de transición, 1920); aquella línea contribuyó al hundimiento de la economía rusa, creando una dramática situación de escasez, hasta que Lenin reconoció su fracaso e introdujo el "giro corrector" de la Nueva Política Económica (1921), cosa que tampoco sirvió de mucho como podemos comprobar empíricamente al conocer la historia.

Tras la muerte de Lenin en 1924, Bujarin encabezó el ala «derecha» del partido, a la cual alineó con Stalin en la lucha sucesoria contra Trotski; pero una vez derrotado éste, Stalin apartó a Bujarin del poder acusándole de «desviacionismo de derechas» (1929).

Aunque reapareció colaborando en la redacción de la Constitución de 1936, fue detenido al año siguiente y murió ejecutado en una de las purgas de Stalin, después de una farsa de juicio encaminada a eliminar a un posible rival político.

Alexander Solyenitzin
Este texto que quiero compartir lo he copiado del libro "El Archipiélago Gulag" Alexander Solyenitzin, un libro que recomiendo a todo el que pueda. Solyenitzin ha dejado un legado de advertencia a la humanidad. La prpoganda soviética ha intentado tapar todos estos asesinatos y juicios cirquenses, pero los millones de cadáveres dejados atrás con la excusa del ideal marxista apestan demasiado, es imposible camuflar el hedor, por muchas vueltas que quieran darle al lenguaje con su dialéctica de embaucadores traidores.
 
Bujarin era uno de los grandes teóricos marxistas de su tiempo, incluso fue quien más aportó a la demente constitución soviética. Fue testigo de la caída en desdicha de muchos compañeros suyos (todo el que pudiera hacer un poco de sombra a Stalin) pero él pensaba ser un buen perro para así evitar ser purgado. También cayó al final, humillado, defenestrado, borrado de la historia, torturado hasta que cantase rap en islandés, fue devorado por el monstruo que el mismo creó, como Frankenstein.
 
Orwell nos lo avisó en su profética obra 1984, muchos años antes de que se escribiera este libro. Este texto es sólo una pequeñísima parte de lo que en "Archipiélago Gulag" se denuncia. Si conocéis la obra de Orwell seguro que enseguida pensaréis, "esto me suena a mi de algo", aunque la realidad siempre es más cruel de lo que podemos imaginar.
 
Desde esta otra entrada del blog os podéis descargar el libro en PDF: http://nordicanger.blogspot.com.es/2013/04/archipielago-gulag-alexander-solyenitzin.html?zx=cf497721591d477e
 
 
Jruschov
Debido a celebridad de los acusados, estos juicios estuvieron a la vista de todo el mundo. No fueron pasados por alto, se escribió sobre los mismos, fueron objeto de interpretaciones. Y seguirán siéndolo. Nosotros nos limitaremos a rozar sólo algunos de sus enigmas.

Una reserva, aunque de poca relevancia: las actas taquigráficas publicadas no coinciden plenamente con lo que se dijo en los procesos. Un escritor que disponía de pase y figuraba entre el público escogido tomó unas notas rápidas y pudo convencerse más tarde de esta falta de coincidencia.
 
Tampoco escapó a los corresponsales lo ocurrido con
Krestinski
Krestinski, cuando fue preciso anunciar un receso para ponerlo de nuevo en la senda de las declaraciones acordadas. (Me imagino que ocurriría de la siguiente manera: antes del proceso se compuso una tablilla de emergencia. En la primera columna iría el nombre del acusado; en la segunda, qué procedimiento aplicar durante el receso si se había salido del guión en el juicio; en la tercera, el chekista responsable de aplicar el procedimiento en cuestión. Y si Krestinski se aturullaba, ya se sabía de antemano quién debía acudir a él y qué debía hacer.)

La imprecisión de las notas taquigráficas, sin embargo, no altera el cuadro ni supone disculpa alguna. El mundo contempló asombrado tres obras de teatro seguidas, tres suntuosos y costosos espectáculos en los que importantes líderes del intrépido partido comunista, que había aterrorizado y vuelto del revés al mundo, se presentaban ahora como abatidos y dóciles chivos balando todo cuanto les habían ordenado, escupiendo sobre sí mismos, humillando servilmente sus personas y sus convicciones y confesando unos crímenes que de ningún modo podían haber cometido.
 
Dimitrov
Nunca se había dado nada igual en la Historia desde que el hombre tiene memoria. Resultaba especialmente asombroso en contraste con el reciente proceso contra Dimitrov en Leipzig: Dimitrov había respondido a los jueces nazis como un rugiente león, mientras que aquí, los camaradas de esta misma inflexible cohorte ante la que temblaba todo el mundo, los más importantes de ellos, aquellos a los que llamaban la «guardia de Lenin», comparecían ahora ante el tribunal empapados por sus propios orines.

Y aunque desde entonces pudiera creerse que ya se han aclarado muchas cosas (con especial acierto por parte de Arthur Koestler), el enigma sigue siendo moneda corriente.

Se ha especulado sobre el empleo de una hierba tibetana que paraliza la voluntad, se ha hablado incluso de hipnosis. Si pretendemos dar con una explicación, no podemos rechazar de plano nada de esto, porque suponiendo que el NKVD dispusiera de estos medios, no cabe concebir norma ética alguna que pudiera impedirles el recurrir a ellos. ¿Por qué no debilitar y enturbiar la voluntad?
 
Sabido es que en los años veinte, hubo grandes hipnotizadores que dejaron de dar giras para entrar al servicio de la GPU. Se sabe de manera fehaciente que en los años treinta el NKVD contaba con su propia escuela de hipnotizadores. A la esposa de Kámenev se le permitió entrevistarse con su marido justo antes del proceso y lo encontró abotargado, muy distinto a como era normalmente. (La esposa tuvo tiempo de contar todo esto antes de que la detuvieran también a ella.)

Pero entonces, ¿por qué no doblegaron a Palchinski ni a Jrénnikov mediante un filtro tibetano o hipnosis? No. Resulta imprescindible una explicación de índole superior, psicológica.
 
Si surgen dudas es porque se ha presentado a estos hombres como antiguos revolucionarios que no habían temblado en las cámaras de tortura zaristas, como luchadores forjados, fogueados, curtidos, etcétera, etcétera. Pero esto es un simple error. No se trataba de aquellos viejos revolucionarios, sino de otros que habían heredado esa fama por su vecindad con el «Naródnaya Volia», el socialismo revolucionario, el anarquismo. Aquéllos arrojaron bombas, conspiraron, conocieron el presidio con trabajos forzados y supieron qué era cumplir una sentencia, aunque ni en sueños llegaron a ver una auténtica e implacable instrucción sumarial (porque, simplemente, no existía en la Rusia zarista).

En cambio, éstos no habían conocido ni instrucciones sumariales ni sentencias. Los bolcheviques no habían pasado por ninguna «mazmorra» de tortura, por ninguna isla de Sajalín, por ningún presidio especial en Yakutia.
 
Dzerzhinski
 
Se sabe de Dzerzhinski que le tocó un destino más duro que a los demás, que se había pasado toda la vida de cárcel en cárcel. Pero medido con nuestro rasero resulta que cumplió los diez años de rigor, que no le cayó más que un billete de a diez, como, en nuestra época, a cualquier campesino de un koljós. Cierto sin embargo, que de los diez años cumplió tres de presidio central con trabajos forzados, pero hoy en día esto tampoco es nada del otro jueves.

Los líderes del partido que nos presentaron en los procesos de los años 1936-1938 tenían en su pasado revolucionario encarcelamientos breves y leves, así como destierros de poca duración. En cuanto al presidio con trabajos forzados, ni siquiera lo habían olido. Bujarin tenía en su haber una cantidad de pequeños arrestos, pero eran cosa de broma; es evidente que nunca estuvo encerrado en parte alguna durante un año entero y que apenas permaneció en su destierro en la península de Onega.
 
Kámenev
Pese a sus largos años de agitación por todas las ciudades de Rusia, Kámenev sólo estuvo dos años en algunas prisiones, y año y medio en el destierro. Pero ahora, en nuestro país, hasta a críos de dieciséis años les han endilgado cinco años de golpe.


Zinóviev — pero si resulta ridículo decirlo — ¡no estuvo encerrado ni tres meses! ¡Nunca le cayó ni una sola condena! Comparados con los habitantes corrientes de nuestro Archipiélago, no fueron sino niños de teta, no vieron las cárceles.
 
Zinóviev después de ser detenido en 1934. Lo que no hizo el Zar lo perpetro Stalin
Rykov y I.N. Smirnov fueron detenidos varias veces, estuvieron entre rejas unos cinco años cada uno, pero en cierto modo sus estancias en prisión fueron leves, huyeron sin dificultad de todos sus destierros o se acogieron a alguna amnistía.
 
Antes de que los encerraran en la Lubianka no se imaginaban siquiera lo que era una verdadera cárcel ni lo que significaban las tenazas de una injusta instrucción sumarial. (No hay fundamento para suponer que si Trotski hubiera caído bajo esas tenazas no se hubiera comportado de la misma forma humillante, ni tampoco para suponer que su espinazo fuera más fuerte: ¿por qué iba a ser él distinto a los demás? Él tampoco había conocido sino prisiones suaves, nunca pasó por instrucciones sumariales severas y a lo sumo tuvo dos años de destierro en Ust-Kut.
 
Trotski como presidente del Consejo Militar Revolucionario
 
El aura terrible de Trotski como presidente del Consejo Militar Revolucionario y creador de los tribunales revolucionarios la había adquirido a bajo precio y no acreditaba una verdadera firmeza de espíritu: ¡quienes han mandado fusilar a muchos a menudo se estremecen ante su propia muerte! El que alguien sea firme para lo uno no implica que lo sea para lo otro.)

Radek era un provocador. (¡Y no fue el único en los tres procesos!) Y Yagoda un delincuente común manifiesto. A este asesino de millones no podía caberle en la cabeza que en el último instante el corazón del Asesino — que aún lo era más que él — no albergara solidaridad alguna para con él.
 
Yagoda
Como si Stalin se hallase sentado en la sala, Yagoda le pidió clemencia directamente a él, con aplomo e insistencia: «¡A usted recurro! ¡Dos grandes canales he construido para usted ! ». Cuenta uno de los presentes que, en aquel momento, tras una pequeña ventana del primer piso de la sala, en la penumbra, como tras una muselina, se encendió una cerilla, y mientras ésta alumbraba pudo verse la sombra de una pipa.

Quién haya estado en Bajchisarái recordará este refinamiento oriental: en la sala de sesiones del Consejo de Estado, a la altura del primer piso, había unas ventanas cubiertas con planchas de hojalata en las que se habían practicado diminutos orificios y tras las cuales discurría una galería sin iluminar. Desde la sala nunca era posible adivinar si había alguien tras la ventana. El Kan permanecía invisible y era como si estuviese presente en cada reunión del Consejo. Dado el declarado carácter oriental de Stalin, me siento muy inclinado a creer que estuvo observando las comedias en la sala de Octubre. Me resisto a admitir que se privara de semejante espectáculo, de semejante placer.)

En realidad, toda nuestra perplejidad se debe a que seguimos viendo a estos individuos como personas fuera de lo común. Lo cierto es que cuando se trata del sumario habitual de un ciudadano del montón no vemos ningún enigma en por qué se denigra tanto a sí mismo y a los demás. Lo aceptamos como algo comprensible: el hombre es débil, el hombre da su brazo a torcer. Pero de antemano tomamos por superhombres a Bujarin, Zinóviev, Kámenev, Piatakov e I.N. Smirnov, y sólo de esto, en el fondo, proviene nuestra perplejidad.

Cierto que, en esta ocasión, a los directores de escena parece costarles más trabajo la selección de los actores que cuando se trataba de procesos contra ingenieros: si entonces tenían cuarenta barricas donde elegir, ahora el elenco es poco numeroso, todo el mundo conoce a los actores principales y el público desea que sean precisamente ellos quienes salgan a escena.

¡Mas pese a todo hubo una selección! De entre los designados, los más perspicaces y resueltos no se entregaron, sino que se suicidaron antes de su detención (Skrypnik, Tomski, Gamarnik). Sólo se dejaron arrestar los que querían vivir. ¡Y con los que quieren vivir se puede hacer lo que se quiera! Sin embargo, hubo entre ellos quienes se comportaron de manera distinta durante la instrucción del sumario, se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, se obstinaron y perecieron en silencio aunque sin deshonor. Por algo no presentaron en el proceso público a Shliapnikov, Rudzutak, Postyshev, Enukidze, Chubar, Kosior, y al propio Krylenko, aunque sus nombres habrían adornado mucho aquellos procesos.

¡Presentaron a los más débiles! Hubo, pese a todo, una selección. Los seleccionados tenían menos empaque, pero en contrapartida el bigotudo Director conocía muy bien a cada uno de ellos. Sabía que eran todos seres débiles y conocía además la debilidad de cada uno en particular. En esto estribaba su siniestra superioridad, el rasgo maestro de su psicología y el mayor logro de su vida: saber ver la debilidad de las personas en el plano más bajo de su ser.
 
Stalin y Bujarin, hoy camaradas, mañana enemigo que merece la peor de las muertes

Y también a aquel que, pasado el tiempo, aparece como la mente más elevada y brillante de todos los líderes deshonrados y fusilados — N.I. Bujarin (al que, evidentemente, dedicó Koestler su inteligente investigación) —, Stalin lo veía por dentro, como si fuera transparente, también en el plano más bajo, en el que el hombre se une con la tierra, y lo tuvo largo tiempo bajo su garra mortal, jugando incluso con él como con un ratoncito, aflojando a veces la pata.

Bujarin había redactado de cabo a rabo nuestra Constitución en vigor (sin vigor), tan agradable al oído. Retozaba alegremente por encima de las nubes y pensaba que se la había jugado a Koba: le había endosado una Constitución que le obligaría a suavizar su dictadura. Pero ya estaba cogido en las fauces de la fiera.

A Bujarin no le agradaban ni Kámenev ni Zinóviev, y cuando los juzgaron por primera vez, después del asesinato de Kírov, manifestó a sus íntimos: «¿Y por qué no? Esa gente es así. Por algo será...». (La fórmula clásica de todo hijo de vecino aquellos años: «Por algo será... En nuestro país no encierran a nadie porque sí», ¡en 1935 en boca del principal teórico del partido!) El segundo proceso contra Kámenev-Zinóviev, en el verano de 1936, se lo pasó de caza en la cordillera del Tian-Shan, sin enterarse de nada. Al bajar de las montañas, supo por los periódicos en Frunze de la sentencia de muerte para ambos y vio unos artículos que referían las demoledoras declaraciones que los dos habían formulado contra Bujarin. ¿Corrió a detener el castigo? ¿Advirtió al partido de que se iba a cometer algo monstruoso? No, se limitó a enviar un telegrama a Koba: que detuviera la ejecución de Kámenev y Zinóviev para... que Bujarin pudiera tener un careo con ellos y demostrar su inocencia.

¡Demasiado tarde! A Koba le bastaba con el sumario. ¿Para qué necesitaba careos con personas de carne y hueso? Sin embargo, tardaron bastante en echarle el guante a Bujarin. Éste se quedó sin Izvéstia, y sin ninguna actividad o cargo en el partido, y así vivió medio año, como en prisión, en su apartamento del Kremlin, sito en el Palacio de Recreo de Pedro el Grande. (A decir verdad, en otoño solía ir a su dacha, y al salir, los centinelas del Kremlin le presentaban armas como si nada.) No obstante, nunca recibía visitas ni llamadas telefónicas. Todos esos meses los pasó escribiendo cartas sin cesar: «¡Querido Koba...! ¡Querido Koba...! ¡Querido Koba...!», cartas que quedaron todas sin respuesta.

¡Buscaba todavía el contacto cordial de Stalin! Mientras, su querido Koba entornaba los ojos y empezaba ya con los ensayos...
 
Bujarin en 1929
Después de tantos años distribuyendo papeles, Koba sabía de antemano que Bujarincete representaría el suyo magistralmente. A fin de cuentas, ya había renegado de sus discípulos y correligionarios (poco numerosos, ésa es la verdad) ya encarcelados y deportados, y había consentido su aniquilación. Había consentido también que fueran destruidas y denigradas las líneas maestras de su pensamiento, aun antes de que hubiera podido madurar como es debido. Y ahora, como director de Izvéstia y miembro aspirante del Politburó, había admitido como justo el fusilamiento de Kámenev y Zinóviev. Su voz no se había alzado indignada, ni tan siquiera había emitido un murmullo. ¿Acaso había necesidad de seguir haciéndole pruebas?

Ya antes de todo esto, hacía tiempo, cuando Stalin había amenazado con expulsarlo del partido (¡a todos ellos los había amenazado en distintas ocasiones!), Bujarin (¡como todos ellos!) renegó de sus puntos de vista con tal de seguir en sus filas. ¿No había sido eso también una prueba? Si se había comportado de tal modo cuando aún estaban en libertad, en la cumbre de la gloria y del poder, ¿qué no harían cuando sus cuerpos, su alimento y su sueño estuvieran en manos de los apuntadores de la Lubianka? No cabía duda: seguirían al pie de la letra el texto del drama.

¿Qué era lo que más temía Bujarin en los meses que precedieron a su detención? Se sabe con toda certeza: ¡Que le expulsaran del partido! ¡Quedarse sin el partido! ¡Seguir con vida pero excluido de sus filas! Y en este rasgo de Bujarin (de todos ellos!) apuntaló el querido Koba su juego desde que él mismo se erigió en el Partido. Bujarin (¡y todos ellos!) no tenían un punto de vista independiente, no tenían una ideología realmente de oposición que los separase y afirmase respecto al resto del partido. Stalin los declaró oposición antes de que lo fueran, y con ello les arrebató toda la fuerza. Y entretanto todos sus esfuerzos se orientaban a aferrarse al partido. ¡Y al propio tiempo, a no perjudicarlo!

¡Eran demasiadas prioridades para poder gozar de independencia! En esencia, a Bujarin se le había reservado el papel estelar por lo que no podían permitirse cabos sueltos ni omisiones en el trabajo preparatorio que el Director iba a realizar con él (también había que permitir que el tiempo hiciera su labor que el protagonista se metiera en el papel). Incluso el mandarlo a Europa a por los manuscritos de Marx ese último invierno fue algo previsto como una necesidad, no sólo como indicio externo que corroborara una trama de acusaciones por contactos en el extranjero, sino de manera que aquella libertad sin objeto, propia de una gira teatral, anunciara aún más inexorablemente su regreso a la escena principal. Y ahora, los negros nubarrones de las acusaciones, aquella larga e interminable espera que precedía al arresto, el mortificador letargo entre cuatro paredes, minaban mejor la voluntad de la víctima que la presión directa de la Lubianka (de la que tampoco iba a librarse: se pasaría ahí un año).

En cierta ocasión, Kaganóvich citó a Bujarin para un careo con Sokólnikov en presencia de importantes chekistas. Sokólnikov se refirió en sus declaraciones a un «Centro Derechista paralelo» («paralelo» al centro trotskista, se entiende), y a las actividades clandestinas de Bujarin. Kaganóvich llevó el interrogatorio de una manera agresiva, luego mandó que se llevaran a Sokólnikov y le dijo amistosamente a Bujarin: «¡No hace más que mentir, el muy hijo de p...!».

Sin embargo, los periódicos continuaban haciéndose eco de la indignación de las masas. Bujarin llamó por teléfono al Comité Central. También escribió cartas: «¡Querido Koba...!», rogando que se le permitiera desmentir en público los cargos. Entonces se publicó un vago comunicado de la fiscalía: «no se han encontrado pruebas materiales que sostengan los cargos contra Bujarin».

En otoño lo llamó Radek, que deseaba tener una entrevista con él, pero Bujarin puso objeciones: ambos estamos bajo sospecha, ¿para qué crear una nueva sombra? Mas sus dachas, propiedad de Izvéstia, eran contiguas, y un anochecer se presentó Radek: «Diga lo que diga yo después, has de saber que soy completamente inocente. De todos modos, tú saldrás indemne: nunca has tenido nada que ver con los trotskistas».

También Bujarin creía que saldría sano y salvo, que no lo expulsarían del partido, ¡eso sería monstruoso! Ciertamente, siempre había estado en malas relaciones con los trostkistas: ellos mismos se habían colocado fuera del partido, ¡y ya se sabe cómo acabaron! Hay que permanecer unidos, y si se yerra, hay que errar también unidos.

Asistió con su esposa al desfile de noviembre (su adiós a la Plaza Roja) en la tribuna de invitados con un pase de la redacción. De pronto vieron acercarse a ellos un soldado armado. ¡Se quedó helado! ¿Aquí? ¿En este momento? Pero no; el soldado les saludó: «El camarada Stalin está sorprendido de verle en este sitio. Le ruega que ocupe su puesto en el mausoleo».

Así, durante medio año le fueron dando una de cal y otra de arena. El 5 de diciembre fue aprobada con gran júbilo la Constitución de Bujarin, que fue bautizada por los siglos de los siglos como «la Constitución de Stalin». Al pleno de diciembre del Comité Central trajeron a Piatakov con los dientes rotos, completamente irreconocible. A su espalda permanecían de pie unos chekistas que no dijeron esta boca es mía (eran hombres de Yagoda, que también estaba pasando su prueba y preparaba su papel). Piatakov hizo unas declaraciones de lo más abyectas contra Bujarin y Rykov, sentados allí entre los líderes. Ordzhonikidze se llevó la mano a la oreja (era algo duro de oído): «Dígame, ¿está usted haciendo estas declaraciones voluntariamente?». (¡Qué observación! Ordzhonikidze también tendría su bala en la nuca.) «Voluntariamente, por completo», balbuceó Piatakov. En el receso, Rykov le dijo a Bujarin: «Tomski sí que tuvo fuerza de voluntad, en agosto y lo comprendió todo y puso punto final. Y nosotros dos, como un par de tontos, continuamos viviendo».

Entonces habló Kaganóvich, furioso, imprecando (¡Tenía tantos deseos de creer en la inocencia de Bujarin! Pero no, no podía ser...), y después de él Mólotov. ¡Y Stalin! ¡Qué gran corazón! Qué memoria para las buenas obras: «Considero pese a todo, que no se ha demostrado la culpabilidad de Bujarin. Rykov quizá sea culpable, pero no Bujarin». (¡Alguien está acumulando cargos contra Bujarin al margen de mis deseos!)
 
Lenin con su aprendiz más aventajado, aunque no inteligente

Una de cal y otra de arena. Así es como se paraliza la voluntad. Así va encarnándose uno en el papel de héroe convicto. Y entonces empezaron a llegar a su casa sin interrupción las actas de los interrogatorios: de los antiguos alumnos del Instituto del Profesorado Rojo, de Radek, y de todos los demás: todos presentaban duras pruebas de la negra traición de Bujarin. Las actas no le llegaban a casa en calidad de acusado, ¡oh, no!, sino como miembro del Comité Central, para su conocimiento...

Las más de las veces, al recibir nuevos documentos, Bujarin decía a su esposa (que tenía veintidós años y aquella primavera acababa de darle un hijo): «¡Léelo tú, yo no puedo!». Y metía la cabeza debajo de la almohada. Tenía dos revólveres en casa (¡y Stalin le estaba dando tiempo!), pero no acabó con su vida.

¿Acaso no se había impregnado del papel que ya le habían asignado? Hubo aún otro proceso público y fusilaron aún a otra hornada... Pero Bujarin seguía al margen, no venían a prenderlo...

A principios de febrero de 1937 decidió declararse en huelga de hambre, en su propia casa: hasta que el Comité Central estudiara el caso y se retiraran los cargos contra él. Así se lo manifestó en una carta al querido Koba y se mantuvo dignamente. Acto seguido se convocó un pleno del Comité Central con este orden del día: 1): Los delitos del Centro Derechista; 2): La conducta hostil al partido del camarada Bujarin, expresada en forma de huelga de hambre. Y Bujarin vaciló: ¿Habría ofendido realmente al partido de alguna manera? Sin afeitar, demacrado, con aspecto ya de presidiario, llegó a rastras hasta el pleno. «¿Qué ocurrencias son éstas?», le preguntó cordialmente el querido Koba. «¿Y qué quieres que haga cuando se barajan tales acusaciones? Quieren expulsarme del partido...» Stalin frunció el ceño ante este absurdo: «¡A ti nadie va a echarte del partido!».

Y Bujarin le creyó, se animó, se arrepintió de buen grado ante el pleno y ahí mismo anunció que ponía fin a la huelga de hambre. (En casa: «¡Anda, córtame un trozo de salchicha! ¡Koba dice que no me van a expulsar!».) Pero en el curso del pleno, Kaganóvich y Mólotov (¡qué atrevimiento!, ¡sin haber consultado a Stalin!)  llamaron a Bujarin mercenario fascista y exigieron que se le fusilara.

Bujarin se desmoralizó de nuevo, y en sus últimos días empezó a redactar una «carta al futuro Comité Central». Aprendida de memoria — y conservada de esta manera — ha pasado, recientemente, a conocimiento de todo el orbe. Pero no ha conmovido a nadie. (Como tampoco conmovió al «futuro Comité Central». ¡Y fíjense en el destinatario! ¡El Comité Central como autoridad moral suprema!) Además, ¿qué decidió comunicar a la posteridad, en sus últimas palabras, este brillante e incisivo teórico? De nuevo un lamento para que lo reintegraran en el partido. (¡Cuánto deshonor le costó esta fidelidad! Y además, la afirmación de que «aprobaba plenamente» cuanto había sucedido hasta entonces, año 1937 incluido. O sea, no sólo todos los anteriores procesos caricaturescos, ¡sino también: las fétidas riadas de nuestro gran alcantarillado penitenciario.)

Habiendo firmado algo así, él mismo pasaba a ser digno de sumergirse en ellas...
¡Por fin había llegado el momento de poner a este hombre musculoso, cazador y luchador en manos de los apuntadores, de los ayudantes del director! (¡En peleas de broma ante otros miembros del Comité Central cuántas veces no habría hecho aterrizar a Koba de espaldas contra el suelo! Seguramente, tampoco esto pudo perdonarle Koba.)

Preparado y molturado ya de tal modo que ni siquiera la tortura era necesaria, ¿en qué podía ser más fuerte su posición que la de Yakubóvich en 1931? ¿Acaso no era igual de vulnerable ante aquellos mismos dos argumentos? Era incluso más débil que Yakubóvich, pues aquél ansiaba morir, mientras que Bujarin temía la muerte.
Faltaba solamente un diálogo nada complicado con Vyshinski según el siguiente esquema:
 

«¿Conviene usted en que toda oposición al partido equivale a una lucha contra el partido?» «En general, sí. Prácticamente, sí.» «Y puesto que se trata de una lucha contra el partido, cabe esperar que ésta crezca necesariamente hasta convertirse en una guerra contra el partido, ¿verdad?» «Conforme a la lógica de las cosas, sí.» «O sea que las convicciones oposicionistas acaban por empujar a cualquier vileza contra el partido (asesinato, espionaje, traición a la patria), ¿no es así?» «Permítame, pero no se han cometido tales crímenes.» «Pero ¿podrían haberse cometido?» «Bueno, hablando en teoría... (¡Y es que estamos entre teóricos!)» «¿Sigue considerando usted los intereses del partido por encima de todo?» «¡Sí, naturalmente, naturalmente!» «Así pues, no queda más que superar una pequeña distinción: debemos tomar por realidad aquello que es eventual, y para poder desacreditar en lo sucesivo toda idea oposicionista será preciso que admitamos como cometido lo que teóricamente habría podido suceder. ¿Porque habría podido suceder, verdad?» «Sí, claro...» «Así pues, hay que admitir como real aquello que tan sólo es posible, no es más que esto. Una pequeña inferencia filosófica. ¿De acuerdo?
¡Ah sí, otra cosa!

Bueno, no hay ni que decirlo: si en el juicio se retracta y dice algo diferente, ya comprende, no estará sino haciéndole el juego a la burguesía mundial y daño al partido. Bueno, y como es natural, en ese caso tampoco va a poder contar usted con una muerte fácil. Pero si todo sale bien, nosotros, naturalmente, le dejaremos con vida: lo llevarán en secreto a la isla de Monte-Cristo y allí podrá trabajar en la economía del socialismo.» «Pero en los anteriores procesos, si no me equivoco, hubo fusilamientos.» «¡Vamos!, ¿cómo va a comparar a esa gente con usted ? Además, a muchos los dejamos con vida, los fusilamientos son cosa de los periódicos.»

¿Es posible que jamás existiera, pues, ese enigma impenetrable? Y de nuevo esa cantinela persistente oída ya en tantos procesos con distintas variaciones: ¡pero si usted, como nosotros, es comunista! ¿Cómo pudo usted descarriarse y levantarse contra nosotros? ¡Arrepiéntase! ¡Pero si usted y nosotros formamos un único nosotros !

En una sociedad, la comprensión de la Historia va madurando poco a poco. Pero una vez madura, resulta ser de lo más sencillo. Ni en 1922, ni en 1924, ni en 1937 pudieron los acusados afirmarse tanto en sus puntos de vista como para responder a esta hechizadora y paralizante melodía gritando con la cabeza bien alta:
— ¡No, no somos revolucionarios como vosotros! ¡No, no somos rusos como vosotros! ¡No, no somos comunistas como vosotros!

¡Y ahora nos parece que sólo habría bastado con gritar eso! Y se habrían derrumbado los decorados, se habrían deshecho los maquillajes, habría huido el director por la escalera de servicio y los apuntadores se habrían refugiado como ratas en sus madrigueras. ¡Y habría llegado de un soplo la década de los sesenta!
 
A buenas horas...
 
 

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