La polémica entre « treintistas y « faístas », iniciada mucho antes de la publicación del Manifiesto de los Treinta (en el Congreso del Conservatorio fueron suscitados todos los grandes problemas que serian después debatidos en el curso de la controversia), y que sólo la amenaza de la guerra civil lograría atenuar en el Congreso de Zaragoza, constituye uno de los más significativos momentos de la historia del anarquismo español.
Chocan en esta polémica dos tendencias, fuertemente enraizadas en el movimiento libertario español desde los primeros dias de la Federación española de la Primera Internacional, tendencias que podrían ser denominadas minimalista y maximalista, que han logrado convivir en el seno de las organizaciones libertarias durante largos períodos, y que ya habían chocado con violencia semejante en otros momentos (crisis de la Federación española en la segunda década de los años 70 del siglo XIX, lucha entre colectivistas y anarcocomunistas a fines del mismo siglo) ; tendencias que se opondrán con sordina exigida por la guerra civil, a lo largo de ésta; tendencias que desgarrarán las organizaciones libertarias en el exilio iniciado en 1939 y todavía no concluido, con repercusiones de intensidad semejante en las organizaciones reconstituidas dentro de las fronteras españolas, en un proceso con características de degeneración orgánica e ideológica de tan grave profundidad que lo asemejan a una marcha consciente, querida, hacia la liquidación, hacia el suicidio, y que no logra explicar satisfactoriamente la confluencia de factores externos, tan negativos para el desarrollo del movimiento, como el franquismo y un exilio de más de treinta años.
Es verosímil que ambas tendencias -sea cual sea el nombre que adopten- convivirán y se opondrán mañana, y quizá siempre, en el seno de las organizaciones que se den en el movimiento libertario español, con intensidad y en formas imprevisibles, y no necesariamente negativas a priori para su desarrollo. La coexistencia y la violenta oposición, durante más de un siglo, de esas tendencias, permiten suponer la existencia, de una corriente sociológica profunda, subyacente al movimiento libertario y a sus organizaciones de cada momento.
La polémica entre "treintistas" y "faístas", puede ser considerada la más rica en enseñanzas entre cuantas produjeron las crisis del movimiento libertario español. Tuvo lugar esa polémica en un momento de vertiginoso auge de las organizaciones libertarias (Confederación Nacional del Trabajo, Federación Anarquista Ibérica y Federación Ibérica de Juventudes Libertarias), en el período revolucionario que abre la caída de la dictadura de Primo de Rivera y la proclamación de la II República, y lo que más, es provocada directamente por esos hechos. Se desarrolló, con sus secuelas, en el periodo de intensa actividad anarquista que va del Congreso del Conservatorio (1931) al Congreso de Zaragoza (1936).
Formalmente centrada en el Manifiesto de los Treinta, abarcó todos los grandes problemas (ideológicos, estratégicos, tácticos y organizativos) que se planteaban entonces -y quizá ahora- al movimiento libertario español. La aparente desproporción que existe entre el contenido intrínseco del manifiesto y las reacciones que provocó son prueba de ello.
En la polémica participarían directamente hombres que marcarían con una impronta profunda el desarrollo del movimiento libertario español. Alcanzó un nivel intelectual muy superior a las precedentes polémicas equivalentes, nivel que no cabe poner en ningún tipo de relación con la polémica actual, de la que algún eco podrá hallarse en las páginas de este fascículo de Cuadernos de Ruedo ibérico.
Las consecuencias inmediatas de la polémica fueron múltiples. Señalemos solamente las oleadas de expulsiones (individuales y colectivas) que provocó la creación de los llamados "Sindicatos de Oposición" que agruparon a los partidarios de la fracción treintísta. El intento de éstos de constituir una Federación Sindicalista Libertaria para contrarrestar el influjo de los militantes de la FAI, el reforzamiento de las estructuras de la FAI y de la trabazón de éste y la CNT y, finalmente, la creación del Partido Sindicalista de Angel Pestaña -el más conocido entonces de los firmantes del manifiesto-, en abril de 1933.
Dividió, también, a quienes se oponían decididamente a los treintistas, en anarcosindicalistas y anarquistas puros, y pondría de relieve la existencia de una numerosa militancia que si bien no seguiría a los treintistas en sus posiciones extremas (Sindicatos de Oposición, Partido Sindicalista), tampoco aceptaría, en el cuadro de las organizaciones mayoritarias, los planteamientos de los anarcobolcheviques y de los anarquistas puros.
La unidad confederal se obtendría en el Congreso de Zaragoza, en el que los miembros de los Sindicatos de Oposición se hallaron en proporción de 1 a 8.
El Manifiesto Treintista
A los camaradas, a los sindicatos, a todos.
Un superficial análisis de la situación por que atraviesa nuestro país nos llevará a declarar que España se halla en un momento de intensa propensión revolucionaria del que van a derivarse profundas perturbaciones colectivas. No cabe negar la trascendencia del momento ni los peligros de este período revolucionario, porque, quiérase o no, la fuerza misma de los acontecimientos ha de llevarnos a todos a sufrir las consecuencias de la perturbación.
El advenimiento de la república ha abierto un paréntesis en la historia normal de nuestro país. Derrocada la monarquía; expulsado el rey de su trono; proclamada la república por el concierto tácito de grupos, partidos, organizaciones e individuos que habían sufrido las acometidas de la Dictadura y del período represivo de Martínez Anido y de Arlegui, fácil será comprender que toda esta serie de acontecimientos habían de llevarnos a una situación nueva, a un estado de cosas distinto a lo que había sido hasta entonces la vida nacional durante los últimos cincuenta años, desde la Restauración acá.
Pero si los hechos citados fueron el aglutinante que nos condujo a destruir una situación política y a tratar de inaugurar un período distinto al pasado, los hechos acaecidos después han venido a demostrar nuestro aserto de que España vive un momento verdaderamente revolucionario.
Facilitada la huida del rey y la expatriación de toda la chusma dorada y de sangre azul, una enorme exportación de capitales se ha operado y se ha empobrecido el país más aún de lo que estaba.
A la huida de los plutócratas, banqueros, financieros y caballeros del cupón y del papel del estado siguió una especulación vergonzosa y descarada que ha dado lugar a una formidable depreciación de la peseta y una desvalorización de la riqueza del país en un cincuenta por ciento.
A este ataque a los intereses económicos para producir hambre y la miseria de la mayoría de los españoles siguió la conspiración velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los asotanados, de todos los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a Dios y otra al diablo. El dominar, sojuzgar y vivir de la explotación de todo un pueblo al que se humilla es lo que se pone por encima de todo.
Las consecuencias de esta confabulación de procedimientos criminales son una profunda e intensa paralización de los créditos públicos y, por tanto, un colapso en todas las industrias, que provoca una crisis espantosa, como quizá jamás se había conocido en nuestro país.
Talleres que cierran, fábricas que despiden a sus obreros, obras que se paralizan o que ya no comienzan; disminución de pedidos en el comercio, falta de salida de los productos naturales; obreros que pasan semanas y semanas sin colocación; infinidad de industrias limitadas a dos o tres y muy pocas a cuatro días de trabajo. Los obreros que logran la semana entera de trabajo, que pueden acudir a la fábrica o al taller seis días, no exceden del treinta por ciento. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y aceptado.
Al lado de todas estas desventuras que el pueblo sufre, se nota la lenidad, el proceder exclusivamente legalista del gobierno. Salidos todos los ministros de la revolución, la han negado apegándose a la legalidad como el molusco a la roca y no dan pruebas de energía sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. En nombre de la república, para defenderla, según ellos, se utiliza todo el aparato de represión del estado y se derrama la sangre de los trabajadores cada día.
Ya no es en esta o la otra población, es en todas donde el seco detonar de los maúseres ha segado vidas jóvenes y lozanas. Mientras tanto, el gobierno nada ha hecho ni nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes terratenientes, verdaderos ogros del campesino español; no ha reducido en un céntimo las ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha destruido ningún monopolio; no ha puesto coto a ningún abuso de los que explotan y medran con el hambre, el dolor y la miseria del pueblo. Se ha colocado en situación contemplativa cuando se ha tratado de mermar privilegios, de destruir injusticias, de evitar latrocinios tan infames como indignos. ¿Cómo extrañarnos, pues, de lo ocurrido?
Por un lado, altivez, especulación, zancadillas con la cosa pública, con los valores colectivos, con lo que pertenece al común, con los valores sociales. Por otro lado, lenidad, tolerancia con los opresores, con los explotadores, con los victimarios del pueblo, mientras a éste se le encarcela y persigue, se le amenaza y extermina.
Y, como digno remate a esto, abajo el pueblo sufriendo vegetando, pasando hambre y miseria, viendo cómo le escamotean la revolución que él ha hecho. En los cargos públicos, en los destinos judiciales, allí donde puede traicionarse la revolución, siguen aferrados los que llegaron por favor oficial del rey o por la influencia de los ministros.
Esta situación, después de haber destruido un régimen, demuestra que la revolución que ha dejado de hacerse deviene inevitable y necesaria. Todos lo reconocemos así. Los ministros, reconociendo la quiebra del régimen económico; la prensa, constatando la insatisfacción del pueblo y éste rebelándose contra los atropellos de que es víctima. Todo pues, viene a confirmar la inminencia de determinaciones que el país habrá de tomar, para, salvando la revolución salvarse.
Siendo la situación de honda tragedia colectiva; queriendo el pueblo salir del dolor que le atormenta y mata y no habiendo más que una posibilidad, la revolución, ¿cómo afrontarla? Hay quien dice que las revoluciones las han hecho siempre las minorías audaces que han impulsado al pueblo contra los poderes constituidos. Y que basta que estas minorías quieran, que se lo propongan, para que en situación semejante la destrucción del régimen imperante y de las fuerzas defensivas que lo sostienen sea un hecho. Que esas minorías, provistas de algunos elementos agresivos, en un buen día, o aprovechando una sorpresa, plantan cara a la fuerza pública, se enfrentan con ella y provocan el hecho violento que puede conducirnos a la revolución. Una preparación rudimentaria, unos cuantos elementos de choque para comenzar, y ya es suficiente. Fían el triunfo de la revolución al valor de unos cuantos individuos y a la problemática intervención de las multitudes que les secundarán cuando estén en la calle.
No hace falta prevenir nada, ni contar con nada, ni pensar más que en lanzarse a la calle para vencer a un mastodonte: el Estado. Pensar que éste tiene elementos de defensa formidables, que es difícil destruirle mientras que sus resortes de poder, su fuerza moral sobre el pueblo, su economía, su justicia, su crédito moral y económico no están quebrantados por los latrocinios y torpezas, por la inmoralidad e incapacidad de sus dirigentes y por el debilitamiento de sus instituciones; pensar que mientras que esto no ocurra puede destruirse el Estado es perder el tiempo, olvidar la historia y desconocer la propia psicología humana. Y esto se olvida, se está olvidando actualmente. Y por olvidarlo todo, se olvida hasta la propia moral revolucionaria.
Todo se confía al azar, todo se espera de lo imprevisto, se cree en los milagros de la santa revolución, como si la revolución fuera alguna panacea y no un hecho doloroso y cruel que ha de forjar el hombre con el sufrimiento de su cuerpo y el dolor de su mente.
Este concepto de la revolución, hijo de la más pura demagogia, patrocinado durante decenas de años por todos los partidos políticos que han intentado y logrado muchas veces asaltar el poder, tiene, aunque parezca paradójico, defensores en nuestros medios y se ha reafirmado en determinados núcleos de militantes. Sin darse cuenta caen ellos en todos los vicios de la demagogia política, en vicios que nos llevarían a dar la revolución, si se hiciera en estas condiciones y se triunfase, al primer partido político que se presentase, o bien a gobernar nosotros, a tomar el poder para gobernar como si fuéramos un partido político cualquiera.
¿Podemos, debemos sumarnos nosotros, puede y debe sumarse la Confederación Nacional del Trabajo a esa concepción catastrófica de la revolución, del hecho, del gesto revolucionario?
Frente a este concepto simplista, clásico y un tanto peliculero, de la revolución, que actualmente nos llevaría a un fascismo republicano, con disfraz de gorro frigio, pero fascismo al fin, se alza otro, el verdadero, el único de sentido práctico y comprensivo, el que puede llevarnos, el que nos llevará indefectiblemente a la consecución de nuestro objetivo final.
Quiere éste que la preparación no sea solamente de elementos agresivos, de combate, sino que se han de tener éstos y, además, elementos morales, que hoy son los más fuertes, los más destructores y los más difíciles de vencer.
No fía la revolución exclusivamente al valor de las minorías más o menos audaces, sino que quiere que sea un movimiento arrollador del pueblo en masa, de la clase trabajadora caminando hacia su liberación definitiva, de los sindicatos y de la Confederación, determinando el hecho, el gesto y el momento preciso a la revolución.
No cree que la revolución sea únicamente orden, método; esto ha de entrar por mucho en la preparación y en la revolución misma, pero dejando también lugar suficiente para la iniciativa individual, para el gesto y el hecho que corresponde al individuo.
Frente al concepto caótico e incoherente de la revolución que tienen los primeros, se alza el ordenado, previsor y coherente de los segundos. Aquello es jugar al motín, a la algarada, a la revolución; es, en realidad, retardar la verdadera revolución.
Es, pues, la diferencia bien apreciable. A poco que se medite, se notarán las ventajas de uno u otro procedimiento.
Fácil será pensar a quien nos lea que no hemos escrito y firmado lo que antecede por placer, por el caprichoso deseo de que nuestros nombres aparezcan al pie de un escrito que tiene carácter público y que es doctrinal. Nuestra actitud está fijada, hemos adoptado una posición que apreciamos necesaria a los intereses de la Confederación y que se refleja en la segunda de las interpretaciones expuestas sobre la revolución.
Somos revolucionarios, sí; pero no cultivadores del mito de la revolución. Queremos que el capitalismo y el Estado, sea rojo, blanco, o negro, desaparezca; pero no para suplantarlo por otro, sino para que, hecha la revolución económica por la clase obrera, pueda ésta impedir la reinstauración de todo poder, sea cual fuere su color.
Queremos una revolución nacida de un hondo sentir del pueblo, como la que hoy se está forjando, y no una revolución que se nos ofrece, que pretenden traer unos cuantos individuos, que si a ella llegaran, llámense como quieran, fatalmente se convertirían en dictadores al día siguiente de su triunfo.
Pero esto lo queremos y lo deseamos nosotros. ¿Lo quiere también así la mayoría de los militantes de la organización? He aquí lo que interesa dilucidar, lo que hay que poner en claro cuanto antes.
La Confederación es una organización revolucionaria, no una organización que cultiva la algarada, el motín, que tenga el culto de la violencia, de la revolución por la revolución.
Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras palabras a los militantes todos y les recordamos que la hora es grave, y señalamos la responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción o por su omisión.
Si hoy, mañana, pasado, cuando sea, se les invita a un movimiento revolucionario, no olviden que ellos se deben a la Confederación Nacional del Trabajo, a una organización que tiene el derecho a controlarse a sí misma, de vigilar sus propios movimientos, de actuar por propia iniciativa y de determinarse por propia voluntad.
Que la Confederación ha de ser la que, siguiendo sus propios derroteros, debe decir cómo, cuándo y en que circunstancias ha de obrar; que tiene personalidad y medios propios para hacer lo que debe hacer.
Que todos sientan la responsabilidad de este momento excepcional que vivimos.
No olviden que así como el hecho revolucionario puede conducir al triunfo, y que cuando no se triunfa se ha de caer con dignidad, todo hecho esporádico de la revolución conduce a la reacción y al triunfo de las demagogias. Ahora que cada cual adopte la posición que mejor entienda. La nuestra ya la conocéis. Y firmes en este propósito la mantendremos en todo momento y lugar, aunque por mantenerla seamos arrollados por la corriente contraria.
Barcelona, agosto de 1931
Progreso Alfarache, Francesc Arín, Frederic Auleda, Antonio Ballabriga, Pere Cané, Sebastià Clara, Roldán Cortada, Joaquim Cortés, Josep Cristiá, Joan Dinarés, Ricard Fornells, Isidoro Gabín, Agustí Gibanel, Josep Girona, Joan López, Joaquim Lorente, Bautista Marcó, Pere Massoni, Genaro Minguet, Daniel Navarro, Joan Peiró, Antonio Peñarroya, Ángel Pestaña, Camil Piñón, Miquel Portolés, Marià Prat, Espartaco Puig, Jesús Rodríguez, Joaquim Roura, Ramon Viñas.
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