El origen de la religión y el de la monarquía se pierde en la noche de los tiempos. «Atacarlas, dice la reacción, después de tantos millares de años de existencia, ¿no ha de producir naturalmente la disolución de las naciones?»
Teme, y he aquí por qué abraza y defiende lo mismo que reprueba su conciencia. Comprende cuan degeneradas están todas las instituciones; pero, no bien ve suspendida sobre ellas el hacha revolucionaria, cuando levanta despavorida un grito de horror, creyendo irremediable el hundimiento de todo el edificio. ¡Temor, sin embargo, inmotivado!
Las primeras instituciones sociales subsisten todavía, pero transformadas. Han experimentado cien evoluciones, y en cada una han perdido algo de su fuerza. Se han limitado, se han negado. ¿Por qué no habrá podido llegar y a la hora de su eliminación definitiva? Esta posibilidad es hoy para mí indudable. Voy a decir por qué y a examinar con este objeto la naturaleza y el estado de nuestra religión, la naturaleza y el estado de nuestra monarquía.
Deponga el lector por un momento todas sus preocupaciones religiosas. Sea quien fuere, de seguro que en este momento se está levantando del fondo de su conciencia la sombra de la duda.
La duda es hoy general entre los hombres.
Se aparenta, se quiere creer, mas no se cree.
¿Por qué?
Porque la razón ha venido a examinar la fe, y la fe no sufre examen, la fe se desvanece ante el examen, como ante la luz las sombras y tinieblas. ¡Ay! y la fe es como la virginidad, no se recobra.
Hace ya siglos alzó un filósofo la voz, y dijo: «La razón es soberana». Después que lo creyeron los pueblos, ¿cómo había de poder sostenerse en pie ningún misterio? El misterio, es, con todo, el alma de las religiones; quitádselo y sucumben.
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