Mateo Morral - Nicolás Estévanez (Prólogo de Federico Urales) Pdf




El movimiento libertario, en general se ha movido siempre entre dos o tres tendencias, fruto sin duda de la inexistencia de una "teoría" o de un modelo teórico, coherente y cerrado. Pero precisamente es en esta supuesta laguna ideológica donde algunos ven la propia riqueza del anarquismo. Pero al mismo tiempo no hay duda que se trata también de su talón de Aquiles en cuanto a la debilidad organizativa que ello puede implicar.


Este es el marco en donde cabe inscribir el curioso, y hoy documental texto, que presentamos. Un texto donde se entremezclan algunos de los componentes del anarquismo de primeros años del siglo XX: Encontramos el anarquismo de Federico Urales, rebosante de vitalidad y me atrevería a decir, de pacifismo; sería el profético, el puro, el casi místico. El anarquismo de Morral, más conocido sin duda por su descabellado y criminal atentado a los tatarabuelos del actual Monarca, que por su conocimiento de los teóricos del movimiento libertario, era sin duda el anarquismo del desclasado, del torturado. Por último nos hallamos ante el anarquismo "pasado por agua" de un Nicolás Estévanez. 


Estévanez podría bien ser el exponente máximo del republicano liberal decimonónico impresionado por el humanismo ácrata. El antiguo militar se dejó llevar por una actitud romántica, pero nunca fue el fruto de la reflexión sobre la miseria, la opresión y la injusticia. El anarquismo del ex republicano será el mismo que el de los modernistas catalanes: una moda, una pose.


En cualquier caso este texto puede, no sólo servir de documento histórico, sino hacer reflexionar sobre la decisiva influencia que el anarquismo ha obrado sobre amplios sectores de la sociedad de principios de 1900.


Prólogo


Federico Urales
Le conocí ya de viejo. Nos frecuentaba a menudo cuando vivíamos en Madrid, algunas veces con el abnegado Fermín Salvochea, su amigo en ideas y en espíritu revolucionario. Sospeché que andaba muy mal de dinero el pobre. Había rehusado los honores de la Cruz de San Fernando, supremo honor en el ejército español del que formara parte. Había, también, rehusado a los honores y a los pagos de su grado de brigadier y a su paga de ex-ministro del Estado español. Y ya de viejo, había de vivir de su pluma con la escasez propia de que, en España, viven las plumas independientes.


Nicolás Estévanez, nació en Canarias el año 1838. Era alto y bien plantado, como Galdós y Guimerá, también canarios. Tomó parte en la revolución de 1868 y un año después, en el movimiento federal, doctrina política que sustentó toda su vida. Fue detenido en Béjar y encerrado en las cárceles de Salamanca y de Ciudad Rodrigo. Estuvo preso hasta que fue comprendido en la amnistía promulgada el año 1870 para celebrar la coronación de Amadeo; pero por revolucionario fue dado de baja en el ejército a pesar de que llegó a ser uno de sus principales técnicos. Representó a la ciudad de Salamanca en las Asambleas federales y fue profesor en el Ateneo militar.


Con Pí, Orense, Castelar y Figueras, formó parte del directorio republicano. Para diputado en las Cortes Constituyentes fue elegido por tres distritos, siendo uno de ellos Madrid y su país natal. Optó por el acta de Canarias. En noviembre de 1872, inició una revolución por toda Andalucía, apoderándose de la ciudad de Linares y derrotando a la columna del general Borrero. Al ser proclamada la República, después de haber renunciado al empleo de brigadier, fue nombrado gobernador de Madrid y sofocó varios movimientos antirrepublicanos confiándole más tarde el Ministerio de la Guerra, en el desempeño del cual, se distinguió por su probidad y liberalismo, rechazando las proposiciones que le hicieron algunos elementos militares de proclamarse dictador.


Al caer la República, se refugió en Portugal, de donde fue expulsado a petición del gobierno español, trasladándose entonces a París. En la capital de Francia fijó su residencia, viviendo de traducciones, de artículos y del producto de algún libro, después de haber sido ministro y de haber rehusado todos los honores y pagas de su carrera política y militar. Conspiró siempre y siempre estuvo pensando en su República federal, pues federales eran entonces todos los republicanos. Los dividió el Poder y la proclamación de una República por unas Cortes monárquicas, en su mayoría. Se adoptó la República, como forma de gobierno, no por que fueran de ella partidarios la mayoría de los diputados, sino como un mal menor. Y la República no pudo ser federal o no fue federal, por culpa de los republicanos a quienes el Poder convirtió en unitarios. De ahí las convulsiones de Andalucía, de Cartagena y Alcoy.


Enfrente de la revolución cantonal de Cádiz, de Cartagena y de Alcoy, se pusieron los internacionalistas federales de aquel tiempo. En Cádiz, nuestro entrañable amigo Fermín Salvochea. Al frente de la revolución cantonal de Cartagena, se puso otro carácter, que luego, ya en su vejez, también fue muy amigo nuestro; José López Montenegro, teniente coronel de Infantería y autor de «El botón de Fuego». Al frente de los sublevados de Alcoy, se puso otro internacionalista, secretario que era de la Federación Regional Española. Se llamaba Albarracín, a quien no pudimos conocer, porque murió tuberculoso, muy joven.


El espíritu de aquellas insurrecciones cantonales era el espíritu del anarquismo de hoy. Más depurado, mejor delineado, más concreto con ideales puramente propios de nuestros días. 


Cuando Nicolás Estévanez nos visitaba en nuestra redacción de Madrid, en sus últimos tiempos, mi compañera estaba encinta de Federica. Estévanez tenía un tic: abría y cerraba los ojos continuamente y al nacer Federica y en sus primeros años, tenía el mismo tic que Estévanez. ¿Habría influido en Federica en embrión, las visitas que nos hacía Nicolás Estévanez? Con tal motivo yo gastaba algunas bromas a mi compañera sobre los motivos que habían podido influir en que Federica tuviera el mismo defecto visual que Estévanez. Sin embargo, el pobre era ya viejo. Luego se marchó otra vez a París y a Federica le desapareció el tic. No le vimos más.


Dejó escritas varias obras y artículos muchos: «Memorias autobiográficas», publicadas en «El Imparcial» de Madrid y luego en un tomo. «Calandraca»; «Resumen de la Historia de España», que escribió para la Escuela Moderna. Fue redactor de «Pal Noticiero de España» y colaboró en «El Imparcial», en «Las Dominicales», en «Gente Vieja», de Madrid y en el diario de Tenerife. Era un hombre cordial, sencillo, modesto, gracioso, dicharachero. En fin, era un hombre. Por serlo, rechazó todos los honores y las vanidades de su carrera política y militar. De su temperamento revolucionario dan fe los escritos que de Nicolás Estévanez publicamos en este volumen.


FEDERICO URALES

                                                          
Mateo Morral
Hace algunas semanas, tuve ocasión de leer en «El Diluvio» un artículo de Estévanez que, si he de ser franco, no me enseñó cosa ninguna; pero confieso que me hizo meditar. Después supe que ese artículo se había publicado en diferentes periódicos, siendo comentado en varios círculos, y no faltando algún camarada nuestro que lo sepa de memoria. Es indudable, pues, que otros verían en el artículo algo que a mí se me escapó. Sin embargo, ya es un triunfo en escritos de ese género el hacer pensar; y aunque a mí no se me apareciera la sustancia, pudo ser por mi cortedad de vista.


De pronto me vi en la precisión de hacer un viaje a París, residencia actual de Estévanez, y se me ocurrió la idea de hacerle una visita. Se la hice, efectivamente; yo no le había tratado nunca, pero el amigo Ferrer i Guardia me dio para él una carta de presentación. Como era de esperar, el viejo republicano me recibió cortésmente. Seis conferencias celebré con él: tres en su casa, una en la mía y las dos últimas en el café de Flora. No hablamos solamente de su artículo, sino también de otras cosas que en este opúsculo relataré, algunas de viva actualidad. Y he de consignar mi juicio respecto a ciertas apreciaciones suyas, pues no estoy conforme con alguna de ellas.


Tan raras me parecieron en sus labios algunas de las cosas que le oí, y otras, a mi entender, tan nuevas e interesantes, que le pregunté por qué no las publicaba en uno o más folletos. Me contestó que no valía la pena y que, por otra parte, no tenía tiempo de escribir. Entonces le dije que me autorizara a mí para publicar las notas que tomé, y lo hizo de buena voluntad. Así lo hago constar para que
nadie crea que he cometido un abuso.


Cerraré esta «Introducción» insertando el artículo de Estévanez a que antes me he referido, ya que ha sido el fundamento de las conferencias que hemos celebrado. Helo aquí:


Nicolás Estévanez


«PENSAMIENTOS INACTUALES»


Estos pensamientos no son precisamente imitación de Pascal; pero hoy me ha dado por la Metafísica. Filosofemos, pues.


Las revoluciones dignas de tal nombre las hace el pueblo. Un partido político no ha hecho jamás una revolución. A lo sumo, iniciarla.


Partidos que se tienen por revolucionarios suelen decir que no se mueven por carecer de armas y de municiones. Puede ser que carezca de armas un partido; el pueblo, nunca. En toda ciudad grande hay siempre más armas de combate que combatientes posibles.


En las guerras civiles y en las revoluciones populares, el mejor armamento no es el más perfeccionado ni el de más universal nombradía, sino el de menos peso.


Cuando en las guerras modernas se agotan los cartuchos, es más difícil igualarlos que igualar las condiciones destruyendo los del enemigo. Con un fósforo se hace volar un repuesto; con una bomba se destruye un parque.


En todo campo de batalla, poblado o despoblado, hay unas cuantas posiciones decisivas; la victoria es del primero de los beligerantes que las ocupa sólidamente. La fuerza que entra en batalla sin reservas siempre es vencida. En la guerra campal, los ejércitos las establecen a retaguardia de su centro o de sus alas; en la lucha de calles, el pueblo debe situarlas en el subsuelo. ¿Qué ciudad no tiene catacumbas, alcantarillas o siquiera sótanos?


En las antiguas revoluciones el triunfo era de los bravos; en las modernas de los fuertes, de los astutos, de los previsores; en las venideras, seguramente será de los electricistas. Estudiad, jóvenes, las mil aplicaciones de la electricidad.


Cuando un partido consigue la victoria por la violencia, más que a su fuerza la debe a la flaqueza del contrario.


No hay ejércitos que basten para vencer a un pueblo. Pero un partido político jamás ha sido un pueblo; ni si quiera todos los partidos juntos suman la cuarta parte de la población.


En la guerra de las calles es más útil para los revolucionarios matar caballos y mulas que generales o jefes. Y el ganado mismo es preferible no matarlo: basta con herirlo o "adormecerlo". El combatiente irregular no debe ser pródigo en sus proyectiles, que suelen andar escasos. No debe tirarse a los inofensivos, como tambores, músicos y capellanes. Solamente se debe afinar la puntería cuando se tiene enfrente un general o un caballo; sobre todo un caballo, porque no hay esperanza de que éste capitule. Una agresión a palos y pedradas es rechazada a veces con fusiles y cañones. Por eso es lícito responder a los disparos de fusil y de cañón con todos los inventos, con todos los ingenios, con todos los explosivos presentes y futuros.


Que los viejos son inútiles para guerrear lo sabe todo el mundo; pero pocos saben el por qué. Es que les pesan las piernas, por lo cual no corren. ¡Correr!... A esto se reducen las guerras irregulares.


Véase la historia: Toda sublevación que se ha iniciado de noche ha sido fácilmente sofocada; las que han triunfado, así en España como en el extranjero, han sido siempre diurnas. Y se comprenden bien: Una sublevación en pleno día puede sorprender a las autoridades; en la callada noche, la policía más torpe advierte preparativos. De día produce indefectiblemente confusión y pánico; de noche, el enemigo tiene las calles libres para maniobrar. Y, por último, los ciudadanos que han de auxiliar una sublevación abandonan más fácilmente, si es de día, la oficina, el taller o la taberna, que si es de noche la mujercita y la cama. Conviene que el caudillo popular en un día de revolución, entienda poco o no entienda nada de milicia, porque si es militar verá enseguida muchas deficiencias, echará de menos varias cosas y vacilará. Un hombre civil, desconocedor del arte de la guerra, tendrá la osadía de la ignorancia. Es el caso de cierta amputación que fue necesario hacer por un accidente en una cacería: un doctor allí presente no pudo practicarla porque se carecía de instrumentos, de aparatos profesionales, de desinfectantes y hasta de agua pura; y un campesino la ejecutó felizmente con su cuchillo de monte.


Al primer amago de motín acostumbran los Gobiernos enarenar las calles. No está mal discurrido cuando se trata de algún motincito callejero. En un día de verdadera revolución toda la arena del Gobierno será poca para dar gusto a los revolucionarios, y éstos harán bien en agregar la suya, elaborada según cierta receta que les ofrece gustoso el que suscribe. Iniciada una revolución, el pueblo no debe consentir que se cierren los zaguanes. Es cuestión de humanidad: cada zaguán debe ser una Casa de Socorro. A puerta cerrada, hachazo limpio. No niego que en día de revolución necesiten las fuerzas populares fusiles y cartuchos, pistolas y petardos, pólvora "con humo" y dinamita; pero lo indispensable es disponer de picos, palas, azadones, hachas, clavos y martillos. Las cuerdas de cáñamo serán muy útiles.


Se dice que las barricadas han llegado a ser inútiles; no fueron nunca de mucha utilidad, pero lo más desastroso es el obstinarse en defenderlas. No son para defendidas, sino para incendiadas. El verdadero objeto de una barricada es atraer al enemigo a determinado punto para alejarlo de otro. Las mejores barricadas son las de papel, singularmente las que se construyen con muchas resmas de papel de barba, de papel de estraza y aun de papel sellado. Pero las futuras barricadas serán aéreas y eléctricas. ¡Si las viera yo!

N. ESTÉVANEZ







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