Sebastian Haffner. El Pacto con el Diablo (El Tratado de Rapallo entre Alemania y la Rusia bolchevique de 1922)




«El gobierno burgués alemán odia profundamente a los bolcheviques, pero sus intereses y la situación internacional lo empujan contra su voluntad hacia la paz con la Rusia soviética».

Lenin a finales de 1920.



El Domingo de Pascua de 1922 la palabra «Rapallo» sacudió a Europa como un trueno. En ese pequeño lugar de veraneo cerca de Génova, repentinamente, de un día para otro, sin previo aviso ni preparativos aparentes, Alemania y Rusia llegaron a un acuerdo. Y además, en medio de una conferencia europea que tenía intenciones completamente distintas, a espaldas y a expensas de las potencias occidentales que habían vencido en la primera guerra mundial.


«Rapallo» sigue siendo hoy en día una palabra clave y un concepto fijo del lenguaje diplomático. Se trata de una fórmula cifrada que significa dos cosas: en primer lugar, que según las circunstancias una Rusia comunista y una Alemania anticomunista pueden reunirse y aliarse; en segundo lugar, que esto puede ocurrir muy súbitamente, literalmente de un día para otro. Este segundo significado ha convertido a “Rapallo” más que el primero en una palabra que infunde horror entre los occidentales, cuyo efecto de choque perdura.


De hecho, en toda la historia de la diplomacia apenas ha habido un tratado internacional que se haya firmado tan rápidamente: las negociaciones empezaron con una llamada después de medianoche, en las primeras horas del Domingo de Pascua; por la tarde del mismo domingo las firmas de los ministros de Asuntos Exteriores alemán y ruso figuraban al pie del tratado. Pero, si bien el Tratado de Rapallo acabó siendo como un parto diplomático prematuro, el embrión del que nació se había fecundado mucho antes, casi tres años atrás. Y en un lugar de lo más inverosímil: en una celda de la cárcel de instrucción de Berlín-Moabit.


Allí había ingresado el 12 de febrero de 1919 Karl Radek, un importante miembro del partido bolchevique ruso y, dicho sea de paso, un judío polaco y a la vez una especie de alemán de adopción —entonces pasaban esas cosas—; fue una de las personas más inteligentes y listas de su época.


Por aquel entonces formaba parte de una delegación de prominentes políticos bolcheviques que había creado Lenin en diciembre de 1918 para el Congreso Nacional de los consejos de los trabajadores y los soldados alemanes. A la delegación se le impidió entrar en Alemania: el gobierno de Ebert no quería tener nada que ver con los bolcheviques rusos. Los demás miembros dieron media vuelta extrañados y ofendidos, pero Radek se hizo con un abrigo del ejército austríaco y se coló en Berlín como si fuera un refugiado de guerra que regresaba a su patria. (Hablaba tanto alemán austríaco como polaco y ruso a la perfección, aparte de otras tres o cuatro lenguas incorrecta pero fluidamente). En Berlín no participó en el congreso de consejos, pero sí estuvo presente el día de la fundación del partido comunista alemán (KPD), vio el levantamiento de enero, el triunfo de la contrarrevolución y el asesinato de Liebknecht y Rosa Luxemburg, mantuvo contacto durante un par de semanas con sus compañeros de partido alemanes desde domicilios cambiantes y finalmente fue capturado durante una de las cazas de comunistas entonces frecuentes.


Sobrevivió a su detención por pura suerte; en esos momentos no se vacilaba demasiado a la hora de matar a tiros a prominentes comunistas «fugitivos». Los meses siguientes fueron duros: un régimen estricto de incomunicación, interrogatorios ininterrumpidos… Pero en el verano de 1919 —después de la paz de Versalles— mejoraron súbitamente las condiciones de su arresto. Le concedieron una celda preferente y permiso de visita ilimitado; y los visitantes eran cada vez más importantes. Las fuerzas armadas se interesaron especialmente por él. La celda de Radek se conocía en Moabit como «el salón político de Radek».


En octubre lo dejaron en libertad y fue a parar a casa de un tal coronel Von Reibnitz, que durante la guerra había sido oficial de Inteligencia de Ludendorff y ahora pertenecía al Estado Mayor de Seeckt, el nuevo jefe de las Fuerzas Armadas. En diciembre, Radek regresó finalmente a Moscú, conocedor de muchas cosas y de un secreto, y portador de ideas de primera. Lo que llevó consigo como equipaje invisible fue, más de dos años antes de Rapallo, las ideas de Rapallo, es decir, la idea de una alianza entre la Alemania antibolchevique y la Rusia bolchevique: una alianza de conveniencia contra Occidente y contra Versalles. Durante ese agitado año en Alemania, Radek se había dado cuenta de que la revolución alemana había fracasado. Pero también había comprendido que ahora no tendría por qué haber ningún obstáculo para la renovación del pacto con el diablo entre la derecha alemana y la izquierda rusa: en Berlín había hombres poderosos dispuestos a reactivar la alianza con los bolcheviques, y esta vez no como medida de guerra a fin de derrocar a Rusia —eso ya no les interesaba lo más mínimo—, sino de forma completamente honesta, de estado a estado y de igual a igual, basándose en intereses y enemigos comunes y en el respeto mutuo.


Lo que no consiguió la revolución alemana lo logró Versalles: un giro hacia Rusia y el sentimiento de una auténtica comunidad de intereses germano-rusa. El sentimiento no era generalizado, nada más lejos; y todavía se hallaba en conflicto con un profundo, instintivo y casi insuperable antibolchevismo. Pero ahí estaba. Era un embrión susceptible de desarrollo. De ese embrión surgiría Rapallo.


Quien no lo vivió apenas puede hacerse una idea de la terrible y duradera conmoción que produjo la paz de Versalles en Alemania. Para ésta fue lo que Brest-Litovsk había sido para Rusia: una grave herida y una ofensa mortal. Alemania se sentía lisiada y abofeteada a la vez. Temblaba de vergüenza y de furia impotente. El sentimiento político más poderoso en ese momento era el odio hacia Occidente. Los pocos políticos —que también eran patriotas— que se tragaron su cólera y llevaron a cabo la «política de ejecución» se jugaron literalmente la vida. Dos de ellos —Erzberger y Rathenau— pagaron con su vida. Versalles era intolerable. Pero ¿dónde podrían encontrar ayuda contra lo intolerable? Alemania estaba vencida, desarmada, impotente; una oposición en solitario resultaría inútil. Hacían falta aliados. Y el único aliado posible era el otro gran perdedor de la guerra: Rusia. La Rusia bolchevique. Una alianza alemana con la Rusia bolchevique: eso era lo único que todavía temía la Entente. Era lo único con lo que podían vengarse de ellos por la humillación de Versalles.


Sin embargo, ¿una alianza así no sería antinatural, horripilante, imposible? Las cosas habían cambiado respecto a 1917, cuando a Rusia le habían puesto el bolchevismo como una mosca detrás de la oreja a fin de inocularle una enfermedad que la haría languidecer. Increíblemente, los bolcheviques se habían convertido en un gobierno de verdad, en marcha, se habían impuesto, habían creado un ejército de la nada y habían vencido una terrible guerra civil: ahora había que tomarlos en serio.


Si se deseaba una alianza con Rusia, había que estar dispuestos a sentarse a una mesa con los asesinos del zar (y éstos debían estar dispuestos a hacerlo con los asesinos de Liebknecht y Rosa Luxemburg). Es preciso tener presente que en los años 1919, 1920 y 1921, Alemania y Rusia todavía se observaban perplejas, por así decirlo, no daban crédito a lo que veían. Los rusos simplemente no podían creer que a ellos les hubiera salido bien la revolución y a los alemanes no; aquello contravenía todas las nociones marxistas, todo presunto ciclo histórico, era como si de pronto la luna saliera por la mañana y el sol por la noche, no podía ser verdad. Por su parte, los alemanes no podían creer que los bolcheviques, esos insólitos soñadores políticos, esos ingenuos idealistas y exaltados, hubieran sido realmente eficaces y se hubiesen impuesto, que se hubieran convertido en un auténtico gobierno que quería y también podía gobernar, que ahora ellos eran Rusia. Nunca había pasado algo así, tenía que ser una alucinación. Pero por más que se frotara uno los ojos, era así y así seguía todo, había que aceptarlo aunque se desaprobara, y adaptarse a ello.


En 1920 y 1921 se produjeron pequeños y cautelosos acercamientos entre Moscú y Berlín: un tratado comercial; cierta cooperación militar clandestina; un par de misiones extraoficiales aquí y allí. En la primavera de 1922, la política por la que trabajaban hombres como el jefe de la Reichswehr Seeckt y Ago von Maltzan, el director del departamento del Este del ministerio de Asuntos Exteriores, en Berlín, y Radek y el ministro de Asuntos Exteriores, Chicherin, en Moscú, parecía desdibujarse. Cuando los rusos se detuvieron en Berlín de camino a Génova, a principios de abril, llevaron un borrador de tratado ruso-germánico, una especie de tratado de paz adicional. Pero los alemanes no se implicaron; primero querían ver qué traería consigo Génova. El tratado no se firmó.


La conferencia de Génova se inauguró solemnemente el 10 de abril de 1922, el Lunes de Pascua. Era la mayor reunión europea desde el Congreso de Berlín de 1878; todos los estados europeos habían enviado a sus ministros de Asuntos Exteriores, y casi todos, a sus jefes de gobierno. Los periodistas, que habían acudido en masa desde todos los rincones del mundo, hablaban de una verdadera conferencia de paz tardía, y establecían comparaciones con los grandes concilios de la cristiandad. Desde el principio se respiraba una atmósfera de sensacionalismo: ahí estaban todos de nuevo bajo el mismo techo, incluidos los malvados alemanes y los terribles bolcheviques. Sorprendentemente, no tenían cuernos ni pezuñas, parecían comportarse como hombres de estado corteses y normales. ¿Al fin volverían la paz y la normalidad? ¿Empezaba la primavera en la política europea, como en el suave paisaje de la Riviera italiana?


Ninguna conferencia del siglo XX despertó más esperanzas que Génova; pero también había un miedo generalizado al fracaso de este gran acontecimiento: era irrepetible —de hecho hasta 1971 no se volvió a celebrar un congreso paneuropeo como éste—, así que si terminaba sin dar resultados, se avecinarían nuevas catástrofes.


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