Sebastian Haffner. El pacto con el diablo. Las relaciones ruso-alemanas entre las dos guerras mundiales [epub]


Lenin a su llegada a la estación de Finlandia tras su viaje patrocinado por el káiser alemán


La historia de las relaciones entre Alemania y Rusia en el período de entreguerras es más apasionante que cualquier novela. Todo intento de buscar otro ejemplo de una ligazón tan mortal e íntima entre dos pueblos sería en vano. En la novela germano-rusa se ha probado y ejecutado casi cada variación pensable de posibles relaciones, incluidas las más extremas. Así, resulta todavía más incomprensible que la conciencia colectiva de Alemania carezca de cualquier idea precisa respecto a este tremendo acontecimiento, en el que los más mayores participaron tanto con hechos como con sufrimiento, y que aún se muestra determinante en el destino de los jóvenes. En todo caso se tiene una vaga noción de que antaño existió una vieja Rusia, una vecina algo inquietante, veleidosa y extraña, pero también generosa y bonachona, en ocasiones libertadora. La mayoría ni siquiera sabe que Alemania quiso y apoyó la transformación de Rusia a través de la revolución bolchevique, que la hizo posible, y que en su momento celebró el triunfo de Lenin como propio. Con esta alianza de Alemania con la revolución bolchevique —que fue un pacto con el diablo para ambas partes— empezó todo. Sólo a partir de ahí es posible recapitular la poderosa y relegada historia del enredo entre Rusia y Alemania.


«El gobierno burgués alemán odia profundamente a los bolcheviques, pero sus intereses y la situación internacional lo empujan contra su voluntad hacia la paz con la Rusia soviética».


Lenin a finales de 1920.



Todo el mundo sabe que la revolución de Octubre fue obra de Lenin, y casi todo el mundo sabe que medio año antes, en abril de 1917, Lenin viajó desde su exilio en Suiza hasta Rusia a través de Alemania, en plena guerra entre ambos países. Lo que prácticamente nadie sabe es que este viaje fue una iniciativa alemana y que fueron los más altos cargos alemanes —el canciller del imperio, el Alto Mando del Ejército, el ministerio de Asuntos Exteriores, varios embajadores— los que decidieron «enviar» a Lenin a Rusia. Pero cómo llegaron a esta pasmosa conclusión es algo que todavía está a medio esclarecer.


¿Cómo acabaron los hombres de estado de la Alemania del káiser, tan conservadores, inmiscuidos en la revolución más radical de su momento, incluso directamente implicados en ella? De hecho, ¿cómo habían «descubierto» a Lenin? Porque a eso hay que llamarlo un descubrimiento.


Y es que en marzo de 1917, Lenin no era de ninguna manera la figura conocida mundialmente en la que se convirtió medio año después. Para los círculos de gobierno europeos se trataba de un individuo sospechoso, un personaje marginal entre los proscritos y desterrados supervivientes de la fracasada revolución rusa de 1905. Lenin ya había vivido en el exilio: en una ocasión antes de la revolución y luego definitivamente desde su sofocamiento, la última vez antes de la guerra en la por entonces austriaca Cracovia, donde fue detenido como extranjero enemigo cuando estalló el conflicto. Por recomendación de Victor Adler, un socialdemócrata austriaco —que le había dicho al ministro del Interior Freiherrn von Heinold: «Este hombre es peor enemigo del zar que su excelencia»—, dejaron a Lenin en libertad bajo la condición de que abandonara inmediatamente el país. A duras penas consiguió que le permitieran entrar en Suiza (en la frontera le exigían que dejara cien francos de fianza, de los que él carecía; finalmente, un socialdemócrata suizo fió por él). A partir de entonces llevó una modestísima vida de emigrante, sin que nadie excepto la policía de extranjería le prestara atención. La habitación que tenía en Zúrich daba a una fábrica de salchichas; a causa del olor, los Lenin vivían con las ventanas permanentemente cerradas. Él pasaba los días en una biblioteca pública, donde tenían a ese ruso calvo y enclenque por un asiduo más. Allí devoraba los diarios, escribía artículos para oscuros panfletos socialistas y redactaba libros y opúsculos que posteriormente serían mundialmente famosos, pero que entonces intentaba en vano colocar a cualquier editorial independiente a través de amigos de Rusia.

Tal para cual. Uno pactó con Hitler y el otro con el káiser. (Foto de 1919)


En el otoño de 1916 Lenin estaba con el agua al cuello; le escribió a su compañero de partido Shliapnikov, que estaba en San Petersburgo en libertad e intentaba colocar sus libros: «De mí mismo debo decir que necesito ganar algo. ¡Si no estiraré la pata, de verdad! La inflación es infernal, y no sé de qué debería vivir». Shliapnikov debía conseguirle «dinero por la fuerza» de algunos editores. «Si eso no funciona, seguro que no podré mantener la cabeza fuera del agua, le soy completamente sincero, créame». Medio año después, las más altas instancias del Reich se ocuparon de este emigrante ruso medio muerto de hambre, y él trató con ellas de igual a igual. Medio año más tarde daría un giro a la historia mundial. Pero ¿cómo llegaron los alemanes a él?


El nombre de Lenin aparece por primera vez en las actas alemanas el 30 de noviembre de 1914. Algunos diputados de la izquierda radical del parlamento ruso, la Duma, habían sido detenidos, y un informador ruso del ministerio de Asuntos Exteriores alemán advirtió de que dichos diputados eran seguidores del señor Lenin, que por aquel entonces vivía en Suiza. Ese confidente, un tal Kesküla, un joven estonio de ascendencia alemana que había hecho sus pinitos en la izquierda política rusa, a petición de más detalles sobre Lenin, empezó a informar sobre él. Y lo que tenía que revelar sonaba muy interesante. Bien mirado, ese ruso exiliado no parecía una figura insignificante en su mundo particular.


Los alemanes se enteraron de que hacía más de diez años que dirigía con mano de hierro un grupo extremista de socialdemócratas rusos, los llamados bolcheviques, a los que había entrenado para una futura revolución; que mantenía una eterna e irremediable rivalidad con la oposición socialdemócrata moderada, los mencheviques; pero sobre todo —y ahí la cosa se ponía más interesante— que, desde un buen principio, se desmarcó clara e inexorablemente del frente único patriótico en el que se alinearon los mencheviques e incluso algunos de sus propios seguidores, y que estaba absolutamente a favor del «derrocamiento del zarismo en la guerra actual».


Kesküla traducía los artículos de Lenin, que eran leídos en los ministerios alemanes; los oyentes negaban con la cabeza, aunque fascinados, pues ese hombre tenía ideas terribles y las defendía con una lógica infalible y salvaje y con un pragmatismo espeluznante. La cuestión era poner a todos los pueblos en contra de sus gobiernos, hacer que apuntaran las armas en otra dirección: había que convertir la guerra mundial en una guerra civil mundial.


¿Y ese hombre tenía realmente tanta influencia en Rusia? ¿Había de verdad un partido que lo secundara más o menos? Qué interesante: había que tomar buena nota de ello, pues ese hombre podía resultar de utilidad. Habían descubierto a Lenin.


Poco después del estallido de la guerra, los dirigentes del Reich ya habían tomado la decisión de «revolucionar» Rusia. Pensaban sobre todo en los pueblos extranjeros de la Rusia imperial —Polonia, Finlandia, los países bálticos—, a los que pretendían sublevar para que pasaran de la esfera de poder rusa a la alemana. Pero también tenían presente que ese país había vivido una revolución hacía apenas una década, y que las bases del imperio del zar se tambalearon durante un año. Aún debía de quedar algún remanente de todo aquello… Por así decirlo, atizaban entre las cenizas en busca de chispas. Y lo que encontraron finalmente fue a Lenin y sus bolcheviques...


Sebastian Haffner (nombre verdadero: Raimund Pretzel, Berlín, 27 de diciembre de 1907 - 2 de enero de 1999), fue un periodista, escritor e historiador alemán.Nació en una familia protestante y cursó estudios de Derecho en su ciudad natal. En 1938, debido a su malestar con el régimen nazi, emigra a Inglaterra junto a su novia judía donde trabaja como periodista para The Observer. Adoptó el seudónimo "Sebastian Haffner" para evitar que su familia en Alemania fuese víctima de represalias por su actividad como disidente del nazismo en el extranjero. El nombre Haffner lo tomó de la sinfonía del mismo nombre, compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart.En 1954, una vez acabada la II Guerra Mundial regresa a Alemania y colabora como columnista en varios periódicos de izquierdas.Haffner fue un radical opositor de Hitler desde el exilio y uno de los más destacados escritores sobre la historia alemana del siglo XIX y XX.Aunque su libro de memorias Historia de un alemán no se publicó hasta después de su muerte, Haffner lo había terminado en 1939.





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